Benditos sean los (no) calcetines
Nunca pensé escribir sobre ellos. O para ellos. Porque es fácil odiarlos desde niño. Siempre han representado más burocracia que libertad. Un problema añadido más que un aporte estético. Con ellos hay mucho que perder y poco que ganar. Una elección afortunada es un palomeo tácito. De los que no se mencionan, de los que se dan por hecho. Pero una elección errada o habla de tu mal gusto o anuncia un grado de ceguera. Su mejor escenario es pasar desapercibidos.
Ellos representan mucho de lo que no me gusta de la vida. Exigen disciplina visual y cotidiana. Dado que se usan en pares son un doble problema. Hay que cuidar uno tanto como el otro. Trabajan en equipo a ojos de terceros, pero se divorcian cuando te los quitas. Son las rémoras de tenis y zapatos. No les suman. Nunca les suman. Pero siempre joden hacia arriba y hacia abajo. Porque pueden no combinar con el calzado y arruinar el resultado general. Podrán estar chingones los zapatos, pero si los calcetines no combinan, la gente se va a fijar en eso. Hacia abajo el resultado cuando menos es variable. Pero hacia arriba el fracaso está garantizado. Nunca un calcetín ha sido buen elemento de transición hacia la pierna desnuda. Y todavía menos si la pierna desnuda se cubre con pelos.
Son también indiscretos. Demasiado insignificantes para detectarlos, pero bastante notorios para quien quiere encontrar. No necesitan jugar en par para levantar sospechas. Un calcetín amarillo, uno rosa, uno naranja, uno con corazones. Un calcetín es el negro en el arroz de la normalidad. La pista de la infidelidad. La prueba del affaire. El despiste obvio del que piensa que lo tiene todo bajo control. Un aguafiestas con aroma a pies.
También funcionan como recordatorio constante de tus fracasos. Cuando te dices que has cambiado, que te has vuelto más ordenado, más limpio y más disciplinado, un cajón lleno de calcetines sin par te desmiente. Y a veces ni siquiera detectas a tiempo la anomalía. Te exhibe porque ves que uno está hecho bola en el otro, los tomas creyendo que has dado con el par que necesitas y es sólo para darte cuenta que a la señora de la limpieza también se le complica lidiar con calcetines. O que otra vez se activó en el ser humano la necesidad de emparejar aunque los integrantes sean incompatibles.
Mi fe no es a prueba de calcetines. Cuando pienso que mi perro ha madurado, un par de agujeros en un calcetín olvidado me demuestra lo contrario. E incluso así, rotos o descosidos por los colmillos de mi golden retriever, llegan a camuflarse para simular que están en buen estado. Dado que el par sí es par, te los colocas confiado en que el trámite no tendrá complicaciones. Enseguida descubres que no. Que tu dedo gordo ha quedado libre. Que la aerodinámica de los calcetines ha sido modificada por el hocico del perro.
Ni siquiera su publicidad es memorable. Y la que ha perdurado, lo ha hecho pese a mi resistencia. Desde esos años en que Donelli nos enseñaba que el detalle de distinción estaba entre el zapato y el pantalón, yo he dedicado un porcentaje de mi odio disponible a los calcetines. Vaya, ni siquiera comprarlos es grato. Podría decirse lo mismo de los bóxers, pero al menos ellos pueden servir como motivo de elogio o autoestima para una noche de conquista, pero nadie, o casi nadie se excita por los pies. Y todavía menos por los calcetines.
Pero ahora tengo que reconocer que estoy en paz con los calcetines. O más bien con los que no lo son. Desde que se hizo tendencia usar calcetines ocultos, descubrí el valor de los pequeños grandes detalles de la vida. Los compro en masa. No importa el color dado que nadie más los ve. Y si los ven, es sin los zapatos con los que tendrían que combinar. Si no tengo el par, tampoco importa. Me pongo uno de uno y otro de otro y nadie más se da cuenta. No es que mi perro haya madurado, es que los no socks no son lo suficientemente gruesos ni largos como para seguir resultándole atractivos para afilar sus dientes. Incluso estéticamente me gustan más. Porque ya no pienso en cómo se verán en combinación con el zapato o el pantalón, sino en cómo un logo de Adidas originals se ve bien como carta de presentación de mis pies cubiertos. Los calcetines, o los que no lo son en realidad, entendieron su lugar. Se hicieron invisibles cuando debían y protagónicos cuando les toca.
Los calcetines firmaron la paz conmigo disminuyendo su sed de poder. En algún punto tuvieron la humildad de hacerse recatados, desde entonces mi vida es más fácil. Si Uber me ahorró minutos de mano extendida para conseguir un taxi, los no socks me evitaron el derroche de segundos que implicaba el análisis sobre el éxito o fracaso de una combinación que en vez de sumar, restaba. Lo lamento por Donelli, porque ahora no hay nada entre el zapato y el pantalón. Me alegro por mí, que ahora soy un hombre en paz con los calcetines. O con los no calcetines.
Nota del autor:
Para seguir en mi estado de gracia con los (no) calcetines, descubrí Bombas, una marca en Estados Unidos que dona un par de calcetines por cada par que compras. Ha sido un éxito. Si alguna vez viajas y quieres ayudar a la gente sin hogar a tener calcetines, pide tu par. Pero eso sí, por favor, que sean no calcetines.
Contador: 27 de 27. Lo más valioso de escribir diario es que vas perdiendo el miedo al ridículo. Sólo así, envalentonado por casi un mes de escribir aunque no tenga ganas, me puede entrar en la cabeza que haya escrito sobre calcetines. Sirva este texto como muestra de la capacidad del hombre para olvidar. Hace una semana aún estaba en shock con el temblor, ahora le dedico tiempo a una tontería. Aunque, pensándolo bien, escoger unos buenos no calcetines es una decisión estética a tomar en cuenta. Es altamente probable que tengas que evacuar en calcetines o no calcetines la próxima vez que suene la alarma sísmica.