Dibujar con miedo
Otra vez el miedo. Sentir que lo mío ya es de otro. Que la historia por contar hace tiempo que se sabe. Que mi broma está gastada. O que es tan original que nadie la va a entender. Es el desconcierto de lo nuevo. El temor a que la duda de lo desconocido se convierta en el fracaso de lo conocido. La resistencia del cerebro a sumar una nueva tarea. El amor propio agazapándose en el rincón tranquilo de Benedetti. El orgullo que actúa en defensa propia.
No me atrevo a descalificarlo. Le doy incluso el beneficio de la duda. Que mi ego se resista a dibujar es comprensible. Si me tardé en decidirme a escribir a diario, no podía esperar menor dificultad para una actividad que siempre se me ha complicado. Me gusta estar limpio de culpas. Por eso siempre diré que si no dibujo bien es porque no hice ni kinder, ni preprimaria, ni segundo de primaria. Y ahí es donde se ejercitan las actividades manuales relacionadas al arte. Que no sepa manipular la plastilina, recortar o hacer un dibujo tan básico como un cubo atiende más a lagunas en mi educación que a una ineptitud de nacimiento. Es culpa de las circunstancias, no mía. O del gobierno, que si bien en esto no tiene nada que ver, siempre resulta el culpable más indicado para limpiarse las manos y la conciencia en México.
Estoy advertido de mi inminente fracaso. Lo sé desde antes de empezar el experimento de dibujar. Y para mí es aún más fuerte porque convivo a diario con diseñadores. Pero cada vez es más fácil. No porque haya mejorado, sino porque el trabajo creativo lo único que necesita es liberarse para fluir. El primer día me costó. Para atreverme tuve que usar más letras que dibujos. Las palabras fueron como el faldón de una madre en el que se oculta un niño con miedo a enfrentar el mundo por sí solo. Palabras enmarcadas por una columna que equivalían a ser un columnista, literalmente. Para el segundo, volví a escudarme en ellas, pero me asomé un poco más. Ya había una regadera y algo de agua saliendo de ella. Más palabras que dibujo, pero bueno, algo era algo. Al tercer día, unas cuantas palabras menos y algo más de dibujo. Una casita que parece hecha por un niño de primero de primaria y un billboard con texto. Otra vez las palabras salvándome. Para el cuarto, un coche futurista. Más de Tesla que de Ford por limitaciones técnicas más que por decisión propia. Ah, y un juego de palabras. El quinto día dibujé a un periodista del Canal de Panamá eufórico por dar la última hora del histórico pase de su selección a la Copa del Mundo. Sí, seguí con palabras, pero ese reportero con su micrófono es hasta ahora mi obra de arte.
Entre la broma del columnista y el reportero panameño pasaron cinco días. Yo seguía dibujando tan mal como siempre, pero la pena se me había pasado, aunque mi ego seguía negándose a programar como hábito propio lo que de tantas maneras le resulta ajeno. Entre el día seis y el diez, que es hoy, hice un diagrama burlándome de los que odian al América, un font doodle (lo llamo así para que se me quede grabado uno de los conocimientos que me ha dado Sunni Brown con The Doodle Revolution), un reproche de la televisión abierta a Netflix, un juego que tuvo como única finalidad joder al Cruz Azul y una ilustración de un pequeño monito (así, de palitos y bolitas que es lo único que sé hacer) mirando hacia arriba a su amigo alto, tanto por estatura como porque tiene una señal de tránsito con esa misma leyenda en la cabeza. No soy un artista, pero al menos tengo el desenfado de los que han perdido el temor a quedar expuestos. Y si no me creen, a las plumas me remito. Bueno, en particular a la de Hello Kitty, que de varonil no tiene nada, pero que me ha sacado del apuro en mi necesidad de tres colores para burlarme del Cruz Azul.
Dibujar no ha sido lo único difícil. Al problema técnico hay que sumar el creativo. Siempre he tenido claro que no seré el mejor dibujante, pero sí quiero que mis ideas sean originales. Y entonces pasa lo mismo que cuando escribo. Pienso que mi juego de palabras ya se le ocurrió a alguien más. Que si lo hago y resulta que sí, me sentiré un defraudador. Porque además la gente es cruel, juega a ejercer justicia por su propia mano, no cargada de plomo, pero sí de posteos incendiarios en redes sociales. Procuro googlear mis ideas para ver si antes no fueron de otro. Me ha pasado que sí, y las descarto. Pero varias más, que yo hubiera firmado que estaban por lo elementales que me resultaban, no están. O Google no es tan poderoso como parece o de vez en cuando se me pueden ocurrir ideas que valen la pena.
No es que a escribir le haya perdido respeto. De hecho siempre amanezco pensando en el desafío personal de seguir escribiendo un texto al día. Pero dibujar me exige más. Implica descubrirme en una faceta que no es la mía. Vaya, sufro hasta para hacer una cruz dentro de un círculo, que a su vez esté enmarcado por un rectángulo. Y cada que me enfrento a esa hoja en blanco, siento ese mismo miedo. El de pensar que todo está dicho. El de sentirme cualquiera cuando quiero ser único. Siempre es igual. Dibujas, escribes, ilustras, compones y en algún momento necesitas esa sensación. La de crear para sentirte vulnerable. La de crear para sentirte vivo.
Nota del autor:
Si llegaron hasta aquí, me resultaría obvio que quieran seguirme en Instagram. Ahí hago #tintaociosa, trazos y letras de una vida con mucho tiempo libre. Si son haters, absténganse. Con Facebook y Twitter tengo suficiente.
Contador: 41 de 41. No lo sé, Rick, parece falso. Pero no, cuarenta y un días y contando. Para ustedes significa poco, casi nada; para mí, una tarea que estoy cumpliendo, aunque lo cierto es que fracasar ahora o fracasar al día dos en realidad daba exactamente lo mismo. La clave del éxito es aguantar donde otros abandonan.