El chantaje de los emojis animados
La vida es mejor con emojis. Ayudan a decir mucho con poco. A expresar sin conceder. Y a decorar las crudas realidades que no queremos contar. Son con frecuencia, una forma pacífica de estallar el conflicto. Como el buenas noches furioso al que le sigue una luna sonriente. Ahí, la comunicación entra en pausa en el teléfono, pero en la realidad se activa el insomnio. O como el que te la pases bien en modo sarcástico que sustituye el punto final por una cara feliz con lentes oscuros. Ahora la pausa del smartphone representa la fiesta con culpa. También son recursos de exploración, como el changuito tímido que se cubre la cara después de hacer el comentario más impúdico. O como la carita que manda beso. Aquí la respuesta determina si la comunicación y las intenciones fluyen o si un alto se ha puesto en el camino bajo el cobijo de la diplomacia. Incluso juegan de caballos de Troya, como el mejor seamos amigos que ve su comienzo y sus créditos con caritas felices a las que no quieres más que escupirles por romperte el corazón.
Los emojis son plurifuncionales. A veces sustituyen a las palabras. En otras, hacen de signo de puntuación. Mi favorita es la cara de enojo. La uso como elemento de protesta. Es mi sello para reclamar que alguien me ha dejado en visto. También es mi arma para dar la primicia de que me he enterado de algo que no me ha parecido. Y mi mejor aliado para montar una farsa. Para hacerme el indignado sin dar explicaciones. Y para convertir una demora de respuesta mía en un agravio a mi persona. Escribo mmmmmm, dejó que pasen unos minutos sin recibir respuesta y añado una, tres o cinco caras enojadas. No lo había pensado, pero casi siempre las envío en números primos.
Me gusta el pragmatismo de los emojis. En especial si se les acompaña de una onomatopeya. No se necesita más para dar respuesta sin perder el tiempo. Al mmmm del que ya hice mención, sumen el mmmta o el jaja más happy face para entender la mayoría de mis comunicaciones en mensajeros instantáneos. No hace falta más. No para alguien que valora su tiempo y espacio. (Aquí pueden imaginar que insertan un emoji. El del tarro de cerveza o los lentes oscuros si es que están de acuerdo conmigo, o el de la mirada perdida o la cara de vómito si mi texto de hoy les está dando tanto asco como la película de Emojis-una que, por cierto, quería ver pese a la pobre calificación que obtuvo en Rotten Tomatoes)
A estas alturas, seguro entienden que estoy contento con los emojis animados del iPhone X. Si ya de por sí hacían más fácil la vida, quiero ver cómo reaccionará una mujer cuando sepa que ese oso panda que ve arrepentido en su celular en realidad soy yo. Tendría que ser desalmada para no disculparme ante tanta ternura. Si mi perro en la vida real ha ayudado a que la gente piense que soy tierno, no quiero pensar lo que pueden hacer el chango, el panda, el cerdito, el perro, el unicornio y hasta la popo con mis expresiones. El chantaje en la era digital.
Los humanos no nos conformamos con ponernos orejas y lengua de perro. Tampoco nos bastó con poner cara de pato. Teníamos que ir más allá. Ser lo que no somos por diversión. Y eso tiene mucho de cuestionable, pero de eso ya escribiré en su momento. Por lo pronto, ser un oso panda, ser un cerdo o ser literalmente una mierda, me vendrá bien. Con el iPhone X, cada que la cague, diré que lo siento con emojis. Así la vida será más fácil.
Nota del autor:
Aclaro que no soy ningún Tucker Max. Y que aunque lo fuera, no lo reconocería. Lo que aquí escribo llega a tener su dosis de ficción, por lo que cualquier parecido con la realidad será una mera coincidencia. Si te he mandado una, tres o cinco caritas enojadas, no he querido aprovecharme de la situación. O quizás sí, pero nunca lo sabrás.
Contador: 15 de 15. Ya duré una quincena. Si fuera un trabajo, diría que he cumplido con el ciclo más importante del proceso de adaptación. Que me he hecho de algunos amigos, y supongo que aplica, porque he recibido algunos aplausos de lectores recurrentes, a los que ahora me atrevo a llamar amigos, porque no se me ocurre de qué otra manera llamarle a quienes, como yo, pretendemos conservar el valor de las palabras, aunque de vez en cuando las sustituyamos con emojis.