El parque
Lo vi tomado de la mano de su novia. Asumí que lo era. Lo vi abrazando a otra. No a la que había decidido que lo era. Y después con otra. Y con otra. Y ahora supongo que nunca adiviné quién era su novia. O es que ninguna era. Y yo soy un malpensado. O él un mujeriego. O no le gustan las mujeres. Son puras amigas. Pero las abraza, las toma de la mano. Debe ser gay. Asumo que lo es. Pero nunca está con hombres. Es reservado. O un fracaso como homosexual. Asumo que lo es.
Lo vi caminando a paso lento con su perro. Asumo que lo era. Presentí que un día lo iba a perder. El amo viejo y el perro cachorro. La vida que le huye a la muerte. O la muerte aferrándose a la vida. El cachorro era feliz. Corría incapaz de medir los riesgos. El anciano sonreía despistado. Buscando al perrito en un juego de escondidas involuntarias. Pronto supe que tenía razón. Me dolió tenerla. O asumir que la tenía. Ahora el anciano pasea a otro cachorro. Distinto en todo. Pero otra vez la muerte absorbiendo vida y la vida ignorando a la muerte. Asumo que al nuevo cachorro, como al viejo, también lo perderá.
Las veo vestidas de rojo y azul. Son boyscouts. Girlscouts para beneplácito de las feministas. Asumo que son perdedoras. Que son víctimas de bullying. Que la hija que aún ni siquiera tengo jamás se pondrá un uniforme de esos. Las veo gritando, corriendo porque el lobo del jueguito de primaria les ha anunciado que sí está. Asumo que se dedicarán a relaciones públicas o a ventas. Nada que les exija inteligencia. Asumo que mi hija será mejor que ellas.
Los veo juntos. Cada mañana a la misma hora. Son cinco. A veces seis. Hay hombres y mujeres. Casi siempre una mujer, máximo dos. Son una combinación heterogénea. Uno de barba de candado y lentes. Otro viejo. Como de sesenta años. Ella, que casi siempre va, es delgada. Debe tener treinta y cinco. Asumo que es soltera. Que le gusta ser el centro de atención. Que debe ser por ella que van. Veo que aún sin ella mantienen el ritual. Que se ponen a platicar. Escucho de pasada que siempre va sobre sus perros. Luna que aprendió a atrapar el frisbee. Manchitas que desde hace días padece un resfriado. Casey que empieza a mostrar síntomas de viejo. Me digo que me caen bien. Que me gusta que quieran a los perros. Pero asumo también que son un grupo de raros con los que jamás iría a tomar una cerveza.
Me veo a la distancia. Caminando a paso veloz. Con audífonos. Asumo que me gusta aislarme. Que para muchos debo ser un desadaptado. Me veo con mis dos perros. Con Thor y con Nala. Me digo que a Thor le queda poco. Que Nala se hizo vieja esperando su rol protagónico. Me veo con mis dos perros. Con Logan y con Nala. Tuve razón. A Thor se le acabó la vida. Asumo que Nala se hizo tan vieja que es Logan el que me necesita. Asumo que hasta en el amor a los perros hay algo de crueldad. De egoísmo. Que soy egoísta.
Lo veo con interés. Como a la vida en sus variadas estampas. No son ni sus árboles ni sus juegos. Ni siquiera que en ese parque, o en cualquier otro, se descanse de la verdadera ciudad. Asumo que es paradójico que lo más salvaje de nuestras vidas ocurra sobre concreto. No en la selva ni en las áreas verdes. Lo veo lleno de actores. Con gente de historias diversas. Con el padre que disfruta de su hijo recién nacido. Con la madre que empieza a padecer los estragos de empujar el columpio en que está su hijo obeso. Con el viejo que da sus últimos pasos ahí donde antes jugaba futbol. Con los pubertos que disfrutan la novedad del faje. Con la novia que ha dejado de serlo según el resultado de su última llamada telefónica. Asumo que en el parque, con mis audífonos y en mi soledad, puedo contar la historia que quiera. La mía y la de ellos.