El problema de ser Iron Man
Ellas no tienen sentimientos. Pero tú sí. Y entonces sufrirás. Que estos años sirvan de inofensivo simulacro para lo que vendrá. Mira el desdén con el que observas y tratas a la mayoría de las cosas. Mira cómo te parecen inútiles si no tienen pegada la etiqueta de inteligentes por algún lado. Aunque aún no lo sean tanto. Aunque su coeficiente intelectual quede en duda en cuanto no pronuncias con absoluta claridad lo que le estás pidiendo. Y aunque hoy no te sirvan más que para dar unas cuantas ubicaciones, para fungir como reemplazo de un despertador o para reproducir música con menos precisión que la que puedes tener con tu dedo al elegir qué canción quieres escuchar en Spotify. No importa a qué nivel. Son inteligentes. Con eso basta.
Se ha formado un círculo de intelectuales tecnológicos. Así como antes era sencillo sentirse excluido ante los eruditos que se reunían en una cafetería para hablar de temas ajenos a los de un ciudadano de gustos culturales precarios, ahora es común llegar a un lugar en que la superioridad no se marca tanto por lo que está en el cerebro sino por lo que podemos controlar. Es como si hubiera una sociedad dividida entre humanos y superhumanos. Los que pueden y los que no. Los que tienen y los que no. Es Iron Man en masa. El simple mortal que se llena de facultades a partir de su dinero. El poderío artificial del que ha podido comprarse un juguete de nueva generación. La discriminación del hombre de cuatro extremidades y el que las potencializa a partir de los gadgets adquiridos.
Las diferencias se marcan a centímetros. El que tiene un smartphone, una tarjeta y los recursos para subirse a un scooter contra el indigente que mide su fortuna en cobijas por las noches. El que ve Netflix cuando quiere gracias a sus dispositivos móviles y el que no sabe qué pasa más allá de la televisión abierta. El que se pasa horas en el supermercado buscando las mejores ofertas y el que pide en Cornershop sin interesarse por los descuentos. La desigualdad de oportunidades. Los gadgets como la nueva petulancia intelectual.
La inteligencia ha sido siempre un arma para marcar superioridad. Los filósofos eran tan respetados que casi nunca convivían con el pueblo ignorante. En su momento saber leer fue un lujo de las clases acomodadas. Ahora no basta con el mérito personal para poder equipararte con el resto. Otros tienen más recursos para ahorrar tiempo, y por ende, para tener más oportunidades. Otros resuelven desde su smartphone lo que tú necesitas atender en persona y con varios minutos u horas invertidas. La inteligencia artificial lo es tanto que bien podría considerarse como una especie de dopaje para el que se beneficia de ella.
Los dispositivos inteligentes son adictivos. Lo sé porque cada vez invierto más en ellos. Siento como si su inteligencia se reflejara en mí. Es decir, por absurdo que suene, que mi bocina inteligente eleva mi autoestima y, según yo, hasta mi capacidad intelectual, o cuando menos mi sensación de poder. Por eso lamenté hace poco que mi novia me convenciera de no comprar un refrigerador inteligente. Al menos el que terminé comprando tiene seis botones muy bien diseñados que lo hacen ver de vanguardia, tanto que supongo que algo de inteligencia tendrá, pero en el fondo sé que no es inteligente. Y por eso no lo puedo ver con tanto amor. No me evita el tener que ser yo quien pida a Cornershop. No me saluda. No me da las gracias. No me deja tuitear. No hace nada de lo que se supone que no debería hacer un refrigerador. Y la clave de los dispositivos de hoy es que tengan todas las funciones adicionales posibles y como complemento, que cumplan con su función elemental, esa que los hace llamarse como se llaman, pero que sin sus demás capacidades estaría marcada por la ausencia del adjetivo que denota su superioridad. El de la inteligencia.
Lo artificial se apoderó de la comida, del cuerpo y ahora también de la mente. La sociedad encuentra en los dispositivos inteligentes y en las apps que contienen una serie de satisfactores que llevan la banalidad por delante. Pedir una canción mientras abrazas a tu novia. Resolver una necesidad de canasta básica desde tu smartphone. Preguntarle a Siri cómo está para resolver tus problemas para lidiar con la soledad. Descubrir una app para pagar el parquímetro y evangelizar al resto sobre su uso. Golosinas para el alma que en nada benefician como sociedad pero que sí que engordan el ego del individuo. Lo que no calma el espíritu lo consigue la tecnología.
Por ahora es divertido hacerse de gadgets. No se me ocurre mejor manera de invertir el dinero. Quizás los viajes, pero para eso también se necesita un Google Maps que haga más fácil la búsqueda de calles o un Trip Advisor que nos diga dónde comer sin tener que estar caminando a lo pendejo. Aprender es también buena inversión, aunque cada vez suena mejor hacerlo en línea que yéndote a reunir con gente que no aprende a tu mismo ritmo. De ahí en fuera, nada como la tecnología para reflejar éxito, que es la demostración hacia afuera, pero sobre todo para sentir el éxito como satisfactor interno.
Si mi refrigerador sintiera, viviría humillado por lo que pienso de él. Si mi cerradura convencional supiera que muero por una alfanumérica que se active de forma digital, caería en una profunda depresión. Si mi estufa comprendiera que sigo esperando comprarme la estufa inteligente de Buzzfeed, quizás apostaría por el suicidio. Menos mal que no sienten. Que mis ofensas son apenas una hipótesis. Lo que me preocupa es qué va a pasar cuando la inteligencia de las máquinas estupidece a los humanos. La pregunta ya ni siquiera es si va a pasar sino cuándo. Y ahí, los agraviados sí tendrán sentimientos suficientes para deprimirse, irse al suicidio o cuando menos al desempleo. Que sirvan estos años como simulacro. Jugar a ser Iron Man es un sueño cumplido para cualquiera. Falta que logremos que las máquinas no se nos reviertan. Si no ser inteligente siempre ha sido un problema, tener una etiqueta común y corriente pronto será lo peor que nos podría pasar.