El regreso de los viejos
Escribo por ellos. Pero también por mí. Estoy convencido de lo que hago. Aunque sesgado porque cada día los entiendo más. Pasa que ahora soy más de ellos que de otros. Por exageración, por locura, o por realidad. Por lo que sea, pero sé que estoy llegando a esa esquina del ring.
Y como mi mente me dice que estoy yendo para allá. Se activa el coco wash que se convierte en abogado defensor. Me lleno de optimismo pensando en ellos. Por y para ellos. Encuentro más argumentos para decirme que esta época y la que sigue será la de ellos. Me gusta que así sea. Porque mientras eso pase, mi viaje a esa esquina del cuadrilátero será más placentero. Entra el optimismo, sale el miedo. El cambio perfecto ordenado desde la banca.
No es mi instinto de supervivencia el que escribe. Cuando menos no es sólo eso. Es que observo y concluyo. La templanza que trae certeza. La pausa que lleva a conclusiones. Pero también reconozco que me expreso como los viejos. Tanto así que mi manifesto en defensa de los ancianos lo hago bajo el recurso que según el New York Times ha entrado en fase terminal. Me defiendo con piedras cuando otros cargan misiles. A veces las batallas románticas son también estúpidas.
Siempre he sido fanático del Quijote por su capacidad de creer. Es de valientes construir un mundo. Imaginarlo, sentirlo y materializarlo. En toda gran idea que se convierte en realidad, ya sea la de todos o la que ocurre sólo en nuestra cabeza, pasamos por ese step by step quijotesco que implica ver algo y respetarlo como algo cuando de inicio no es más que un pensamiento como muchos que se irán con la facilidad con que recibimos una notificación.
Así que tanto si es producto de la alucinación como un resultado de mi capacidad para observar, he de decir que vienen buenos tiempos para los viejos. La sabiduría, que en términos simples se presenta como experiencia, de algo tiene que servir. Y más ahora, cuando los formatos de mayor uso exigen una precisión en tiempos y espacios que debía tener un editor al decidir qué incluir y qué eliminar al contar una historia en una revista. Más ahora cuando cuando el tiempo invertido por un usuario se activa como una ansiosa cuenta regresiva. Como antes cuando el productor de TV sabía que tenía una hora para entretenerlo, pero ahora con la ventana de oportunidad transformada en segundos, y en el mejor de los casos, en minutos.
Estamos por entrar, si no es que ya estamos ahí, en el mejor encuentro de dos mundos. Pasamos de la limitante en tiempo y espacio al libertinaje del libre tránsito de información y entretenimiento. Ahora, a partir de que ya concluimos que los seres humanos de la libertad hacemos un vertedero, nos hemos impuesto estructuras y cronómetros. Queremos, aunque aquí me duela volver a tener que darle la razón a Mark Zuckerberg, invertir mejor nuestro tiempo, darle a cada segundo lo que merece. Y para eso, los viejos que saben contar las historias llevan mano para ganar.
Para ser justos, hemos de reconocer que no por haber estado en una revista, periódico o programa de radio o TV, el viejo entiende el buen uso de las limitantes tiempo y espacio. Así como el cronómetro sirve para acotar con la sustancia, podía detonar en relleno para cumplir con las horas y minutos. Pero también es cierto que no todos los jóvenes, por más que vivan, consuman y creen como lo que son, entienden el valor de acudir a los pilares. De respaldarse en ellos no como una mecanización, que es lo que ellos perciben en cualquier tipo de estructura, sino como un sello de identidad que enmarca el esfuerzo y lo transforma en un producto mediático con la capacidad de ser comercializable.
Ese encuentro de dos mundos implica también el reconocimiento de dos necesidades. El viejo que se hizo rígido para verse profesional y que ahora debe esforzarse para lucir como un humano en su comunicación y el joven muy humano que debería esforzarse por lucir algo profesional. La gente no debería consumir ni la rigidez del viejo robotizado ni el valemadrismo del que resuelve todo desafío con improvisación.
Los guiones para documentales me han servido como laboratorio. Los viejos siguen usando las palabras que los acercan más a la comunicación de un bot que a la de los humanos; los jóvenes… los jóvenes prefieren no hacer guiones. Y, con alcance o sin él, ni la estructura en exceso ni la improvisación como modus operandi reúnen el producto que la sociedad debería consumir. Y digo debería porque una historia viral no por fuerza está bien hecha. El reach está sobrevalorado.
Los viejos tienen (tenemos) el instinto de supervivencia que aún no despierta en los jóvenes. El miedo llama a la acción. Confío en que ese miedo, en que esa incertidumbre, en que esa ansiedad, en que ese diagnóstico que cataloga al texto como un enfermo terminal hará reaccionar a los de mi esquina. Ya sé, tengo apenas treinta y cuatro. Suena a que estoy joven, a que podría irme del otro lado, o quedarme a medio camino, pero suena mejor irse al extremo, hacerme creer que estoy a un paso de la obsolescencia, sentir el miedo en su máxima expresión para entonces hacer lo que toca y convencerme de que estamos ante el regreso de los viejos.