Elijo vivir en el fin del mundo

Mauricio Cabrera
6 min readSep 9, 2017

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Nunca antes había sentido miedo de morir. Cuando menos no así, por un fenómeno natural que hasta este jueves parecía un temor exclusivo de los viejos. No fue para mí una sensación de urgencia, que me llamara a correr, gritar o empujar. Fue más bien un ejercicio de contemplación. O de resignación. Porque sabía que si caía el edificio en que vivo, yo caía con él. Que su derrumbe significaba mi muerte. Y la de mis perros, que no corrieron, ladraron ni empujaron, pero sí que contemplaron. O se resignaron, quizás.

Escuché a tiempo la alerta sísmica. Incluso me alcancé a poner tenis y pantalón. Pero decidí no bajar. Que mis perros y yo nos quedáramos en el cuarto piso en que vivo. La versión que me digo es que no le creí a la alarma por haber fallado un día antes. Pero puede ser que haya sido otra pulsión de muerte, como las que mi psicóloga dice que tengo. O mi adicción por la adrenalina, la que sé que tengo. También, y con alta probabilidad de ser la más precisa, que minimizara la posibilidad de salir afectado. Que jugara a ser valiente pensando que era un riesgo controlado. Por la razón que sea me quedé. Y ahí, con mis perros inquietos mientras veían la pantalla que se tambaleaba, los segundos se hicieron más largos, los sonidos más estremecedores y la ansiedad más grande. El contraste de ver la vida en slow motion mientras la tierra se movía a máxima velocidad.

Siempre me ha gustado sentirme diferente al resto. Tanto lo quiero que se supone que lo consigo. Pero ayer entendí que mi pulsión de muerte no es tan distinta a la de los demás. Que la tentativa es una adicción universal. Que el hombre en algún punto perdió conciencia de sus actos pensando que las consecuencias llegarían tan tarde que ya no estaría él para sufrirlas. Los más conscientes son también los más cínicos. Dicen que no quieren traer hijos a un mundo tan jodido, pero a la vez contribuyen a que ese mundo se joda cada vez más. Limpian su conciencia con el individualismo mientras condenan a los hijos del prójimo. Los que se reproducen padecen miopía. Se encierran en sus ambiciones y deseos cercanos sin reparar en el derrumbe del entorno. Por ellos y para ellos, que lo demás no importa. Cada grupo a su manera. Con su visión solidaria o independentista, pero siempre, de un modo u otro, escupiéndole a la tierra.

El ser humano es un derrotado mediocre. Se lamenta por lo que le ha hecho al mundo. Satura Twitter y Facebook de frases que hablan del enojo de la tierra, del reclamo que nos está lanzando. Siente miedo porque aún en su limitado entendimiento de lo que lo rodea, sabe que las alertas y emergencias en cadena significan más que una casualidad. Entiende, cada vez menos como una broma de mal gusto y cada vez más como una realidad, que un día vamos a acabar con el mundo. Si caben los comparativos entre Back to the Future y lo que en realidad pasó con la humanidad, lo mismo ocurre con las películas que antes del 2000 jugaban, porque entonces parecía sólo eso, con el fin del mundo. La imaginación acertó, se anticipó a lo que podría venir. Cuando la ciencia ficción se empalma con la realidad es que el tiempo nos ha alcanzado. Y el hombre, aún consciente, sigue con la destrucción porque piensa que el daño está hecho. Que no hay marcha atrás. Que a la tierra la hemos jodido tanto que no hay modo de que nos perdone. O de que cure, porque aunque nos guste ver sus reacciones como producto del enojo o de la ira que le provocamos, puede que en realidad lo que envía sean las señales de un enfermo terminal. Que ella no esté enojada con nosotros, que simplemente se esté muriendo. O para decir la verdad, que la estemos matando.

Los humanos lo sabemos. Lo aceptamos en pláticas entre amigos. El fin del mundo tal como lo conocemos no es tanto una pregunta sobre el qué sino sobre el cuándo. Deberían abrirse las apuestas de no ser porque resulta poco probable que el ganador pueda reclamar su premio. Un sismo, un huracán, una tormenta, demasiadas formas de morir a manos de la tierra. Y no es que ella nos mate, porque insisto, no es como nosotros. Es que su destrucción significa la nuestra. Pero ni siquiera así reaccionamos. Los análisis de expertos nos hicieron daño. Sus predicciones eran tan lejanas que no las tomábamos en serio. El 2050, el 2075, el 2090, esos eran años para hacer guiones de películas de Hollywood, no para pensar en cambiar nuestros hábitos de vida. En el día a día importamos nosotros, no los daños a la tierra, al futuro de nuestros hijos, al de nuestras familias. Si no íbamos a estar para vivirlo, no tendríamos manera de sufrirlo. Y entonces aceleramos la destrucción. Hicimos que los años proyectados se acercaran a los nuestros, que el futuro se volviera presente. Y que nosotros ahora sí, roguemos por la supervivencia de nuestra especie.

Mientras temblaba, uno de mis perros estaba encima de la cama. Mirando con cara de duda la pantalla que se movía y volteándome a ver en búsqueda de respuestas. Yo me quedé en medio. Sin correr, sin gritar y sin empujar. En ese ejercicio de contemplación más que de urgencia. Esperando señales de vida o de muerte. La normalidad o la tragedia. Porque nada como un temblor te recuerda lo insignificante del hombre. Que eres dueño de tu vida, pero que sobre la de todos decide la tierra. Y una vez que la calma volvió, con la pantalla quieta y mis perros nerviosos por haber visto el mundo como no lo conocían, me dije que yo, quizás por la pulsión de muerte, quizás por mi adicción a la adrenalina o quizás porque me gustan las grandes historias, elijo vivir en el fin del mundo. Aunque no viviera para contarlo.

Dado que ya hice ver que los humanos comparten mi gusto por las pulsiones de muerte, ahora me pregunto si en el fondo no es un deseo universal vivir el fin de nuestros tiempos. El masoquismo está presente en todos lados y en todas las redes. Los videos que se hicieron virales son una pulsión de muerte en sí mismos. Gente grabando con su smartphone mientras debía protegerse. Los autores de esas grabaciones hoy se sienten mejor por haber sumado followers. Son la sensación entre su grupo de amigos. Valientes que tuvieron la calma de activar su celular mientras los demás hacían lo que indicaban los protocolos de seguridad. Dudo ser el único que quiere vivir el fin del mundo. Confieso que si lo quiero no es por tener ganas de morir, sino porque me parece una manera más significativa de fallecer que a causa de las dolencias propias o a manos de terceros, porque vivir el punto final de la humanidad es una aspiración legítima del storyteller. Allá afuera hay muchos que quieren vivir el fin del mundo y transmitirlo en FB Live. Ser estrellas virales en el último día de nuestras vidas. Consciente o inconscientemente nos acercamos a ese día. El egoísmo del hombre que lleva a su extinción. El derrotado mediocre que ya no piensa en la remontada. El hombre que, a su manera, prepara el suicidio colectivo con ayuda de la tierra, que no se enoja, ni se venga, sólo se muere con nosotros.

Nota del autor:

Empiezo a padecer ansiedad si no escribo. Es el problema. Lo que un día es remedio después se convierte en adicción. Como el fumador sin cigarros, o el borracho sin alcohol, pasé las últimas treinta y seis horas sin publicar. Dejé que pasara la burbuja y por eso me recrimino. Porque en este mundo de burbujas y tendencias, escribir sobre lo ya digerido es un suicidio en términos de alcance. Lo de hoy es escribir al instante, hablar con la boca llena, cuando el bocado aún está ahí, tanto en la garganta del autor, como en la de los lectores. Si ya lo digerimos, si ya lo expulsamos, es tema cerrado. Pero aquí estoy, atendiendo mi burbuja, aunque no sea la del resto.

Contador: 11 de 11: Si son verdaderos lectores míos me dirán que estoy mintiendo, y lo estoy haciendo, pero sólo en parte. No he publicado once textos en once días. Este es el décimo texto en once días, pero el contador lleva registro de los días en que he escrito, no necesariamente publicado. Y me parece justo hacerlo así, porque un escritor prepara un libro durante años sin que la gente necesariamente lo sepa. Y aunque estoy siendo algo voyeurista, de vez en cuando he de poder escribir sin que llegue a ojos ajenos. El viernes escribí la primera mitad de este texto; hoy, la segunda. Dada la explicación, estoy con la consciencia tranquila.

Muffin: desde hace dieciséis domingos publico un newsletter con novedades de la industria digital y de medios de comunicación. Si son lectores míos y no van a joder el promedio de apertura del newsletter, suscríbanse. Si piensan mandar el Muffin a Spam, mejor no lo hagan. Mailchimp es como Medium, te da números de todo. Y no pretendo deprimirme en mi ejercicio de liberación dominical.

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Mauricio Cabrera
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Written by Mauricio Cabrera

Storyteller, escritor, conferencista y analista de nuevos medios. Hago un newsletter sobre marketing y medios. Tengo mi propio podcast.

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