La doble fantasía de Winnie the Pooh
Felicidad que no está. Felicidad que se busca en la fantasía. Porque a veces ahí se encuentra lo que hace falta. La evasión como forma de consuelo. Si la vida es imperfecta, la fantasía es lo que uno quiera de ella. Y el mundo necesita ser manipulado. Creer en imposibles, sonreír ante lo que no está, divertirse a través de la imaginación. Embaucarse con tal de olvidar.
La de Winnie the Pooh es una fantasía en la fantasía. Construyó alegría donde los cañonazos no dejaban de sonar, aunque fuera como pesadilla. Los seres humanos estaban hartos de la guerra. Los hombres confundían un globo reventado con una explosión que podía significar su muerte. Las mujeres rezaban para tener niñas en vez de varones, porque a éstas no tendrían que verlas partir a una probable muerte en nombre de la patria. Los niños estaban solos, sin más compañía que sus juguetes y con niñeras que hacían de padre y madre a la vez. Eran hijos de la guerra, damnificados de lo que fue y de lo que un día podría volver a ser. Y es fantasía en la fantasía porque mientras sus aventuras hicieron felices a millones de niños alrededor del mundo, también representaron una farsa en la vida del Cristopher Robin de la vida real, que vio robados sus secretos de la infancia a partir de la fama de su oso de peluche. Su felicidad fue siempre un cuento.
La escena es triste aún en la alegría. Un niño sentado en la mesa acompañado por una serie de animales de peluche. La imaginación hace lo suyo. Tanto en el cine como en la realidad. Ellos adquieren vida en la cabeza del niño. Lo acompañan cuando nadie más está con él. Eso detecta A.A. Milne al pasar a letras el mundo imaginario de Christopher Robin. Lo hace ante la necesidad de redescubrirse como ser humano, de encontrar un espacio que le dé tranquilidad para seguir adelante tras un viaje marcado por la sangre y los muertos de la Primera Guerra Mundial. Su mérito es más de observación que literario. Es resultado de haber visto la realidad alternativa de su hijo. Si su trabajo se convirtió en la historia infantil más entrañable de todos los tiempos, es justo porque reflejó lo que muchos padres vivieron cuando fueron niños y porque también, a su manera y quizás sin pretenderlo, logra reflejar un mundo común para hijos únicos, para hijos sin padre o sin madre, para hijos de familias disfuncionales, para hijos que crecen con la fantasía como mejor amiga.
Christopher Robin es un niño común. Sus problemas fuera de los libros acaban por ser los mismos que cualquiera hubiera tenido que soportar de haber estado en su lugar. Porque Winnie the Pooh será siempre un tema prohibido para la adolescencia, esa etapa en la que más vale simular adultez que añorar la infancia. Pero él, expuesto ante millones, deberá cargar con esos juegos imaginarios que todos tuvimos, pero que se le adjudican en exclusiva por la contundencia de las pruebas. En la década de los veinte, cuando Orson Welles aún ni siquiera publicaba Rebelión en la granja, Christopher Robin fue víctima del Gran Hermano, que aquella vez no se presentó a través de cámaras de televisión, pero sí de libros, ilustraciones y fotografías que destruyeron su niñez y marcaron su adolescencia. La fantasía pública se transformó en el bullying de la realidad.
Goodbye Christopher Robin es una película que vale la pena ver. No es la historia que uno quisiera para él. Tampoco el final que uno quisiera para su autor. Es más, ni siquiera es lo que quienes un día fueron sus fanáticos quisieran que fuera. Pero aquí la fantasía pierde ante la realidad. Aquí Winnie the Pooh, Piglet, Igor y Tigger no son los juguetes que siempre adorará Cristopher Robin. Aquí, un éxito infantil que aún hoy se replica en casas con niños jugando a estar acompañados por animalitos de peluche, representa una vida robada y una felicidad que Billy Moon sólo conocerá en la imaginación de los que leyeron los cuentos escritos por su padre. Aquí la realidad no acepta los milagros del Bosque de los 100 Acres.
Nota del autor:
En su momento jugué a ser Christopher Robin. A Pooh, Puerquito, Igor y Tigger los acompañaban Garfield y la Pantera Rosa. Fui hijo único. La fantasía también fue necesaria para mí. A mis 34, Winnie The Pooh ya no es un gusto culposo.
Contador:
52 de 52. De a poco veo este contador más con fines mercadológicos que de validación propia. Digamos que del día 1 al 30 podía ser para validarme, pero ahora me ayuda a construir un mame en torno a mi constancia. Veo oportunidad de negocio.