La estafa del buen periodismo
Culpo al buen periodismo de robarme veinte minutos. De engatusarme cuando detrás no había una historia que me interesara. Si hubiera participado en un pitch para mí, a Carlos Carrasco lo hubiera descartado de inmediato. Le habría pedido que no gastara su tiempo, que su texto se lo fuera a presentar a otro, no a mí. Lo hubiera rechazado por hacer el tipo de periodismo social que tantas veces me ha parecido victimista y bohemio. El que representa mucho trabajo y poca recompensa. Pero terminé cayendo. Primero unas líneas; después unos párrafos, y al final un video después del último punto y aparte. Orejas y rabo para él. Cabeza gacha para mí.
Su historia tenía todo para que yo no fuera su audiencia. Un travesti quincuagenario como protagonista, la Habana de escenario, la incontinencia como trastorno, la pornografía como entretenimiento, y la promiscuidad como sello en cada párrafo, no por gusto del autor, sino por adicción del personaje. Una historia demasiado liberal para mí. No soy homofóbico, pero no tengo un interés particular por sus vidas. A la Habana la tengo en mi lista de pendientes, pero no conocerla limitaba mi empatía por el texto. Con la incontinencia y la promiscuidad tampoco tengo problema, pero la mezcla en su conjunto me sonaba a una bomba molotov de la que habitualmente me hubiera mantenido alejado. Un contenido que de habérseme presentado en redes sociales me hubiera pasado desapercibido. No por bueno o malo, sino por no ser para mí.
A la historia llegué sin querer. Fue una de esas oportunidades que cada vez se presentan menos. Desde que los algoritmos deciden por nosotros, el que sólo quiere futbol recibe puro futbol, el que sólo quiere economía se atasca de economía. La posibilidad de sorpresa es menor. Si antes las librerías y los quioscos de periódicos enviaban invitaciones a la curiosidad por lo que no se estaba buscando, Internet nos ha encerrado en el consumo de siempre. Y al ser humano le gusta encasillarse por comodidad. Colocarse dos o tres intereses, definirse en tres o cinco etiquetas. Que su perfil no sea tan complejo como para no poder quedar descrito en su biografía digital. El keep it simple aplicado a la vida.
Por eso reconozco que todo fue producto de un accidente. Después de hacer el Muffin de la semana, en el que hablé sobre los ganadores de los premios Gabo 2017, me sentí obligado a experimentar los trabajos triunfadores como consumidor. No importaba si el tema me atraía o no, tenía que entender por qué habían sido galardonados. Y así acabé sumergido en la vida de Farah, o de Raúl Pulido Peñalver, como oficialmente se llama. Supe de su infancia marcada por haber sido el hijo de otra a ojos de su madrastra. De su homosexualidad temprana. De sus contagiosos romances con hombres enfermos de sífilis y de sida. De los dos dientes naturales que le quedan. De su participación, real o imaginaria, en dos películas pornográficas. De sus estadías en la cárcel. De su pasión por las telenovelas mexicanas. Y del status de diva que mantiene en su cabeza aún cuando ni siquiera ha podido comprarse un refrigerador en toda su vida.
La historia de Farah se quedó en mi cabeza. Pero en realidad la historia que más valoro es la de Carlos Carrasco. En algún punto, recordé que el periodismo y la escritura en sí misma tienen la posibilidad de otorgar tridimensionalidad a lo que de otro modo acabamos simplificando. Supongamos que me encuentro a Farah en mi primera caminata en la Habana. Estoy seguro que me percataría de su presencia. Según Carrasco mide más de 1.80 metros, es mulata y usa faldas diminutas para seguir disfrutando del éxito que dice que tiene con los hombres. Pero si la conociera como turista y no como lector, es muy posible que ella me pareciera una travesti más, que yo lanzara una risita burlona con la gente que estuviera conmigo y que la olvidara a la primera que se me presentara alguna nueva extravagancia. Ella captaría mi atención cinco segundos. Carrasco, con la capacidad de su pluma y la astucia de sus entrevistas, se llevó veinte minutos de mi vida. Además del premio Gabo 2017, que seguro que le entusiasma algo más que tenerme como lector.
Culpo al buen periodismo de robarme veinte minutos de vida. Carrasco hizo su trabajo. Yo fui el que cayó en la trampa. El que por un día salió del confort de los algoritmos para navegar en aguas desconocidas. El hurto, como todos los de su clase, representó un descubrimiento para mí. Y sobre todo, una invitación. El buen periodismo no es el que por fuerza pone los ojos en los temas que interesan a millones. El buen periodismo también muestra lo extraordinario en lo ordinario. Descubre oro donde otros ven rutina. Esta vez fue un travesti cincuentón con dos dientes naturales y una adicción por el sexo. Pero la próxima podría ser un árbol que ha sido testigo de amores que transformaron una comunidad. O un vendedor de periódicos que ha visto pasar las mejores historias por sus manos. El buen periodismo parte de la curiosidad, de la capacidad de observar la vida sin asumir que ya todo ha sido contado.
Nota del autor:
No voy mal. Carlos Carrasco escribe de un travesti y yo de los (no) calcetines. Casi tan relevante un tema como el otro. Comparaciones aparte, escribir de lo que sea libera. Dedicar una serie de párrafos a elementos cotidianos de la vida es como yoga para el cerebro, es recordarle que es libre de pensar y curiosear sobre lo que le venga en gana.
Contador: 28 de 28. Los domingos me deberían contar por 2. En la mañana escribo el Muffin, que es un newsletter sobre la industria digital, y por la noche textos como éste. Agradezco tener que escribir porque si no hubiera cerrado mi domingo con el enojo de haber gastado mi tiempo viendo Mother en el cine. Ese sí, un robo a mano armada. Y lo peor es que con palomitas y m&m’s de por medio. Perdí tiempo, gané kilos.