La libertad de apagar el juicio
El pasado visto como anécdota. La experiencia como una condición del presente. El duelo como una atadura que impide seguir adelante. Como ese masoquismo para quedarse ahí cuando ya no debes estar. El hombre y su necesidad de pertenecer, incluso a donde no debería.
La resistencia se da siempre. A un trabajo, a una novia, a una casa. Primero aparece la defensa de lo que tenemos o pensamos tener, después la resignación, y enseguida la pérdida que dura un instante, pero que se convierte en long format a partir de la tenacidad del luto. No se llora tanto la ausencia, sino el fracaso. No se llora tanto el proyecto, sino la vanidad de haberlo dejado escapar. Es más narcisismo que tristeza. Es más egocentrismo que amor por lo que hacíamos o teníamos.
Las palabras valen según el momento. Lo que hoy duele mañana provoca risa. Lo que hoy deprime mañana se convierte en motivador. Todo ocurre en nuestro cerebro. Elegimos con arbitrariedad el significado de lo que escuchamos. Nos engañamos para sentirnos perseguidos, para sentirnos culpables o para sentirnos libres. Siempre a conveniencia nuestra. Porque incluso cuando nos duele, ese resultado es producto de nuestra elección. Somos lo que queremos, entendemos lo que queremos y vivimos como queremos. Tanto en el triunfo como en el fracaso. Tanto en el amor como en el desamor.
El ser humano se extraviaría en el pasado si tuviera el poder de volver a él. Cambiaría una y otra vez sus actos. Corregiría sobre lo ya corregido. O se daría cuenta que eso que ya corrigió no derivó en lo que quería que pasara. El sentido de insatisfacción es otra vez producto de la soberbia. De pensar que podemos decidir más allá de nuestro lugar y circunstancias. Es más sano dejar un proyecto en el que ya no comulgas con tus socios que aferrarse a él solo para seguir marcando territorio. Es más sano dejar de escuchar las voces que te apuntan como el bueno o como el malo una vez que la historia se acabó. La vida no es un espectáculo público. En ella los críticos no tienen poder alguno sobre los actores. O no deberían tenerlo, sobre todo cuando esos críticos no son más que el producto de un teléfono descompuesto tergiversado por el tiempo, las visiones y las intenciones. La teoría es siempre más pulcra que la práctica. La teoría es una mentira para una raza tan imperfecta como la nuestra.
Superar implica dejar de sentir. No hace falta esforzarse mucho para darse cuenta. Siempre hay oportunidades para evaluar el impacto de lo que hemos dejado. Una plática inocente que salpica un comentario que se ha vertido sobre ti. Un juicio al que acudes involuntariamente para que te digan si actuaste bien o mal. Una imprudencia que de algún modo te cuenta la opinión de otros. El chisme que se ha hecho comunicado oficial. Y ahí uno decide lo que quiere. O se hunde a partir de los supuestos golpes que le están propinando, como si la opinión de otros resultara relevante. O se burla de lo que otros piensan. O se motiva a partir del homenaje que representa que una persona dedique su recurso no renovable, el tiempo, para hablar de otra.
El miedo es el único freno para tomar las decisiones que marcan nuestras vidas. Si haces que desaparezca, eres libre. Y si eres libre, la gente hablará aún más de ti. Pero no habrá efectos negativos. Si eres el malo o el bueno en sus historias, habrás conseguido ser el protagonista de sus vidas. Y a la vez, dado que no te importa lo que piensen, tú seguirás escribiendo tu historia mientras ellos sólo viven contando la tuya. Hacer antes que atender un juicio que nunca se detiene. Entre más hagas, más juicios habrá. Más se hablará de ti. Mientras más hagas, más lejos estarás de ellos y más cerca estarás de vivir con libertad.