La libertad de no tener
Me lo dice el espejo. Lo hace como nota aclaratoria, por si hiciera falta remitirme a las pruebas. Me veo de reojo. Estoy intentando ponerme un par de gotas distintas en cada ojo para combatir la infección que me ha jodido la vida por las últimas setenta y dos horas. Ya que lo consigo, derramo una lagrima que llega hasta mi cuello. Es el melodrama al que me condenó el oftalmólogo. A mis ojos les hace falta llorar. Tanto que me recetan usar lagrimas artificiales. El colmo para un insensible. Llorar a huevo.
No ha sido mi noche predilecta. El futbol me hizo actuar con moderación en mi cumpleaños. Guardarme como un profesional antes de un partido. Y todo para un cuadrangular tan mal organizado que acabó sin serlo, para perder con un rival que no era el que debía ser, porque estaba lleno de talacheros, y para que yo terminara el primer día de mis treinta y cuatro comiendo los mismos tacos que me acompañaron en la gordura y en la enfermedad durante todos mis treinta y tres. De haberme emborrachado con Matusalem Platino campechano seguro que mi día no habría terminado conmigo frente al espejo poniéndome las gotas del oftalmólogo, el enjuague del dentista y el jabón para la cara del dermatólogo. Para ser honesto, habría hecho al menos dos de las tres aún si me hubiera estado tambaleando por el alcohol, pero ninguna de las tres realidades, que al final se hacen una, me hubiera estallado en la cara porque habría afrontado mi encuentro con el espejo en modo borracho, que es como el modo avión para los teléfonos. Cuando existes, sabes que tienes muchas funcionalidades, pero decides, o alguien lo hace por ti, que sólo puedes hacer lo más básico.
El hombre y sus ambiciones. Quiere tener más, siempre más. Aunque ese tener más represente la confirmación del envejecimiento. Ahí, frente al espejo, mientras lloro con mis lagrimas artificiales, me pongo a pensar en la posibilidad de que el trío pronto sea cuarteto. Falta en el orden del día, que más bien es el de la noche, un antiinflamatorio para parpados. Lo necesito para ocultar los efectos de la cruda y del insomnio. Entre la vanidad personal y el cuidado medico, he terminado por tener. Por acumular gastos que cada mes van a mi cuenta. Por hacerme esclavo de mi yo adulto que es más exigente y superficial que el yo adolescente. Porque si me dicen que hoy me veo mejor que antes no es porque los años me vengan bien, sino porque detrás hay una inversión en ropa, en accesorios, en cremas y en especialistas que curan los defectos del cuerpo y, se supone, hasta del alma. Pero verse mejor no equivale a ser más libre. Por eso a veces desaría vivir con las quince cosas de James Altucher. Y nada más.
Los adultos viven (vaya negación la mía como para no incluirme en este grupo cuando he cumplido treinta y cuatro) en una carrera tramposa. La de tener para ser. Tanto bienes materiales como físicos. Se hace obsesión tener una casa, tener un coche, ir a los mejores hoteles. Pero también se hace obsesión tener una esposa, hijos, perros, gatos y cerditos vietnamitas. Nada de lo enlistado aquí, como tampoco mi adicción por los tenis de Adidas Originals, hacen más fácil la vida. Por contra, añaden complejidad a la toma de decisiones, restan independencia y coartan la posibilidad de reinvención constante. Dime cuánto tienes y te diré qué tan fácil será empezar desde cero. Si le cuento a mi psicóloga, dirá que es parte de ser humano. Pero yo discrepo, nada obliga a llenar la vida de cadenas.
La historia la consumimos desde que nacemos. Dedicamos años a estudiar para terminar siendo. Y ese ser está directamente vinculado a lo que tenemos. Lo paradójico es que aún teniendo, no importa cuánto, llegará un día en que nos sintamos viejos y, salvo que hayamos logrado hacer una fortuna, nos lamentaremos porque ese nivel de vida lleno de pertenencias y responsabilidades que llevamos, exige que estemos pensando cómo pagar el mundo que nos construimos incluso en el retiro.
De los espejos siempre me ha gustado que no mienten. Es más, vivo convencido de que hacen más notorios los defectos. Y este espejo que me pone en evidencia mientras me pongo las lagrimas artificiales, me dice que envejecer es una mierda. No por la vida en sí, sino por las decisiones que nos van atando para que al día siguiente, aunque quieras, no puedas hacer lo que quieras. Y si no puedes, es porque tienes demasiado. Es nuestra idea del éxito peleada con la libertad más elemental. La de ser lo que uno quiera cada día de su vida.
Nota del autor
Estoy intentando descubrir en qué momento del día escribir. Porque si Chuck Klose ya me enseñó que la inspiración no llega por acto de magia, que hay que ponerse frente a la computadora y escribir para que algo parecido a ella se plasme en un texto o en un trabajo creativo, no me ha dicho a qué hora debo hacerlo. Me gusta la noche porque el sentimiento está más vivo. Pero la mañana, distanciada de la nostalgia del día y más despierta por el misterio del día que comienza, da la claridad del que ha procesado. Por ahora, como esfuerzo físico me gusta la mañana; como esfuerzo mental, me gusta la noche.
Contador: 9 de 9. Empiezo a tener credibilidad ante tanta constancia. Pero seamos honestos, los fines de semana son las verdaderas pruebas de fuego.