La simulación del amor entre mexicanos

Mira Twitter para darte cuenta. Escucha a tus amigos hablando de otros para comprenderlo. Pon atención a tus ideas, tanto las que haces públicas como las que te guardas, sobre todo las que te guardas. Es evidente que hace falta amor. Que los cuentos de Disney tenían razón por más que ahora todo el tiempo quieran encontrarles lo equivocado porque el personaje no es mujer o porque el blanco no es negro. Sin relaciones profundas no hay entendimiento y sin entendimiento no cabe ni siquiera la civilidad.
México es tan consciente de sus problemas que va con la presunción de culpabilidad por delante. Pasa con el rico que por serlo seguro que ha robado, o ha sido corrupto, o en el menos negativo de los casos es un frívolo que no entiende los beneficios de la austeridad republicana. Pasa también con el ciclista que siempre asume que el automovilista casi lo atropella por pendejo, no porque él estuviera en un punto ciego. O con la señora que te acusa de no recoger la popo de tu perro cuando esté ni siquiera ha terminado de hacer y aunque traigas la bolsa en las manos para cuando llegue el momento de levantar lo que corresponde. Vivimos bajo sospecha. Con una cultura de ataque más que de aceptación. Con el cuchillo más que con el entendimiento.
Es mentira que este México de cartilla moral y humildad como bandera esté mejor que otros. Y no me refiero al desempeño macroeconómico ni a otros estándares para los que hay muchos especialistas mejores que yo. Me refiero a lo que percibo en las calles. A lo que escucho en conferencias. Y a la plaza de linchamiento público en que se han convertido las redes sociales. Si algo sobra en este gobierno, y a partir de él en la sociedad; es la inmoralidad y la prepotencia. La imposición de ideas porque sí, sin consensos de por medio. El viejo trademark mexicano de hacer las cosas por los huevos, aunque se violen todas las leyes en el camino.
La capacidad de comunicarnos nunca antes había estado tan viciada. No se escucha el mensaje sino al mensajero. Vivimos en los estereotipos que se suponía que destruiríamos con la cuarta transformación. Si eres pobre, eres honesto. Si eres rico, eres mafioso. Si vas en coche, vales menos que si viajas en bici. Si eres de derecha, eres una mierda insensible. Si eres de izquierda, sabes lo que le conviene a México tanto en lo general; que es la conciencia de una necesidad de cambio, como en lo particular, donde para proceder no necesitas más que apoyar a López Obrador sin preguntar. El problema, estoy convencido; no son tanto los bots de unos y otros, sino las personas que decidieron comportarse como tales.
Las redes sociales erradicaron la importancia del uno a uno. Por ellas, y por lo que nosotros hemos hecho de ellas, ya no nos comunicamos a través de personas sino de tendencias. Y eso se nota cuando un tuit avalado por datos acaba convirtiéndose en un pleito de quinto patio. O cuando la mentada de madre va antes que el más elemental proceso de análisis para decidir el mejor camino de solución a nuestras diferencias.
El amor en estos días es una simulación. Como la profundidad de una cita en Tinder. O como las consultas ciudadanas que fingen incluir cuando no hacen más que excluir y amañar un resultado. O como la transparencia radical, que lo único que provoca es que los funcionarios tengan que avergonzarse de lo que tienen y que esos mismos juicios simplistas de a poco se trasladen a la sociedad para hacer aún más evidentes las diferencias entre pobres y ricos. El concepto de justicia se ha torcido a grado tal que se determina a partir de las percepciones más que de las leyes. Si un político tiene un departamento de lujo, es ladrón, aunque las leyes no encuentren anomalía. Y si las leyes o el periodismo encuentran algo pero el político en cuestión es parte del grupo en el poder, no hay problema con que haya hecho aquello por lo que antes otros fueron perseguidos. Un juicio a conveniencia. De origen, creencia y filiación más que de honestidad y presentación de pruebas.
A México le falta solidaridad y madurez. Se está llenando de mensajes que solo sirven para enaltecer la supuesta superioridad de unos sobre otros. Si de verdad se respetara al prójimo, habría entendimiento y atención para todos los sectores de la sociedad. Si esa en verdad fuera la intención; el gobierna sería de todos en vez de usar a algunos para que sirvan de carroña de otros. Los cuentos de Disney tenían razón. Hay que creer en el amor. Y si en efecto se trata de un acto de fe, prefiero creer en ellos que en la fantasía del México unido que nos vende López Obrador.
Juega a cualquier hora. Juega donde sea. Juega sin obsesión por ganar. Hazlo porque sí. Porque te gusta. Y porque amas el proceso incluso más que un buen resultado. Si en verdad eres creativo, te importará más hacer que recibir aplausos. Vivir poniendo manos a la obra, nunca en la procrastinación. Tampoco a la espera de aprobación.
Se trata de ganar confianza. Y la seguridad en uno mismo se gana haciendo con libertad más que con la presión de agradar. El enfoque en el proceso legítima; el enfoque en el resultado encadena. Una idea nace siempre como una emoción. La que te alegra. La que te esperanza. La que te irrita. La que te encela. Una idea tiene vida garantizada a partir de tu propia convicción. Si te provoca un sentimiento, sea cual sea, significa que está viva. No sé sabe si para todos, pero lo más probable es que si te gusta a te mueve le guste o le mueva a unos cuantos más. O no, pero incluso si esa idea fuera tan poco popular que no tuviera más que un elemento de satisfacción personal, valdría la pena hacerlo. El que crea para sí se divierte. El que crea pensando en otros trabaja. Uno es creativo, el otro termina por ser mercenario.
Cuando amas el proceso el resultado está garantizado. Entiéndase por proceso la claridad de etapas. El comienzo, el desarrollo y el final. Pasar del punto A al B con toda la satisfacción que genera impedir que una idea nazca y muera en la misma regadera. La misión cumplida debe partir de lo individual. De ese checklist con el que podemos calmar nuestra ansiedad creativa sin que para sentir que la cumplimos dependamos de gustos y voluntades de terceros. Es el triunfo del individualismo, una de las más profundas manifestaciones de realización personal.
Austin Kleon nos manda de regreso a la infancia. Sugiere que volvamos a ser los de entonces. Que dejemos que nuestra imaginación decida y nuestras manos ejecuten. Que lo hagamos porque sí. Porque nos gusta. Porque nos motiva. Porque nos divierte. Y que lo hagamos sin pensar si lo que estamos haciendo acabará expuesto en un museo, publicado en un libro o como un juego más que una vez terminado no sobrevivirá más que como una satisfacción que será sustituida por otras cuando nuestro espíritu creativo nos vuelva a pedir que lo pongamos en marcha. A los niños, dice Austin en su libro, les tiene sin cuidado si los dibujos que hacen acaban en el periódico mural, en el archivo histórico de sus papás o en el cesto de la basura. Hacen porque quieren, lo demás es insignificante.
Concibe el arte como un juego sin posibilidad de victoria. O más bien, como un juego sin rival que vencer. No asumas tu proceso creativo como si fuera un partido de fútbol, porque entonces le pondrás cara y nombre a tu contrincante. Estarás pensando en el resultado. Ganarle a otro, ser como otro, burlarte del otro, enfrentarte al otro. Velo como un juego en el que tú creces por el simple hecho de hacer uso de lo que sabes, de lo que imaginas y de lo que ignoras para convertir una idea en realidad. Piensa otra vez en los niños. En cuántas veces te tocó ver a un compañero entreteniéndose con una bola de papel o improvisando un juego. Piensa en cuántas veces te sumaste a ese juego sin reglas. A ese entretenimiento anárquico de uno que te llevó a jugar porque te parecía una buena idea en ese momento y lugar. Piensa en cuántas veces lograste que se sumarán a jugar lo que proponías. Piensa que ya desde entonces inspirabas a otros a crear. No a partir de la obsesión por el resultado, solo por amor al proceso.
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