La sociedad de los comediantes muertos
Los cementerios del futuro no tendrán cabida para humoristas. Serán tantos los que ahí descansarán que llegará el momento en que habrá que poner un alto. Aunque sea por democracia. Aunque sea por mostrar que las prioridades humanas no sólo consisten en hacer reír al de enfrente. Aunque sea por buscar el equilibrio que se ha perdido.
Es cierto que el deseo popular siempre se ha concentrado en unas cuantas profesiones. Generaciones enteras vivieron queriendo convertirse en estrellas de Hollywood. De abuelos a padres y de padres a hijos viajó la máxima de ser futbolistas para sacar a la familia entera de la pobreza. Y luego llegó el sueño de ser influencer. Y sobre todo, comediante, la vía más rápida para ser popular a partir de las bromas que se hacen vírales y de los tuits que convierten a un cualquiera en movilizador de masas digitales.
Facebook reconoció en los memes a generadores de interacciones significativas. Ya saben, esos contenidos que detonan comentarios de amigos y familiares. Twitter premió con retuits, corazones y followers a los bullies que con humor propagaban el odio o cuando menos agudizaban las diferencias. Memelas de Orizaba se convirtió en prioridad nacional ante cualquier sanción impuesta por Instagram. Y en Tik Tok ni siquiera hace falta que la gente conozca tu voz para que seas seguido por las masas. Si tienes buen humor, serás seguido por cientos de miles de personas. O por millones. El carisma hoy dejó de ser una herramienta para relacionarse y acabó convirtiéndose en el fin de lo que hacemos.
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Que el humor es mejor que el odio resulta incuestionable. Pero también que convertir la vida en un vaivén interminable entre la tragedia y la comedia ha llevado a la simplificación de nuestra existencia. Si la información acabó polarizándose so pena de morir de indiferencia, los matices en los seres humanos se diluyeron para que todo pase o por la broma o por la guerra. Sin espacio para el análisis, para la reflexión, para el disfrute intelectual y para los que quieren algo más que ser populares a costa de lo que sea. O de las bobadas, para que se entienda.
Al concepto de entretenimiento lo han convertido en sinónimo de comedia. Para entretener, concluimos, hay que hacer reír. Si hablas de política, mete unos memes en el momento justo o edita un video para que la gente se ría de lo que de otro modo la haría llorar. Si hablas de deportes, exagera la polémica hasta que se convierta en una caricatura que. la gente abrace. Si haces un video presentándote, pon bromas, seguro así caerás bien. Si quieres ser popular en Tik Tok, baila o conviértete en comediante. Haz lo que sea con tal de ser popular. No importa que esa audiencia no te sirva porque lo tuyo es otra cosa. Hoy a la gente se le aplaude por tener millones de seguidores en redes. Su calidad como profesional es francamente lo de menos.
En esas profesiones soñadas por generaciones al menos a los actores se les seguía por el resultado de sus películas. Se reconocían los esfuerzos de largo aliento. Había exigencias de una producción a otra. Un seguimiento a una trayectoria para determinar si valía la pena soñar con ser como el actor o la actriz que estábamos viendo. Al futbolista se le pedía ser consistente en el campo, ganar títulos y ser un ejemplo a seguir. Pero a los influencers se les reconoce por el simple hecho de ser populares. No importa que comprometan su credibilidad con cuanta marca se les cruce en el camino o que su único círculo de relevancia sea tan general como el que ama a los que se pasan la vida haciendo bromas. No importa que no progresen. No importa que no hagan mucho más con su carrera. Queremos ser como ellos porque sí. Porque la relevancia de un ser humano pasa por tener millones de likes.
Si el cine y la televisión marcaban el modelo a seguir para un generador de contenido, lo que derivaba en que muchos estudiantes no pretendieran más que ser la imitación de lo que ahí se presentaba. Los influencers se han convertido en la nueva elección de generaciones que no conciben el entretenimiento sin que por encima de la que sea la profesión que hayan elegido se asuma que la comedia es la que manda. Si se requiere ridiculizarse, se hace. Si se requiere bromear aunque no sea nuestra esencia, se hace. A decir de las redes, los payasos, cómicos y standuperos tienen más competencia que cualquier otra profesión.
A la creatividad también la degradaron. Hoy se califica como creativo al que hace pendejadas. A las buenas ideas o las acompañas de estupidez o serán de hueva, o serán obsoletas, o no tendrán el impacto deseado porque la única forma para entretener a la gente es a partir de la comedia.
Hay esfuerzos notables por desmarcarse de ello. Hay fenómenos que aún abrazan el drama y la cultura. Hay mensajes que dan la vuelta al mundo buscando tocar más emociones que las de la risa. Pero en los cementerios del 2060, o en las urnas porque hace tiempo que se terminó el espacio para guardarnos a todos bajo tierra, habrá un exceso de comedia, tanta que a esas almas que ahí habiten les será imposible descansar en paz.
Nuestra generación quedará marcada como esa en la que ocho de cada diez personas soñaron con ser los mejores comediantes. Se incluirá a los más jóvenes, pero también a veteranos como Luis Hernández que entendieron que más valía el chiste que el olvido. Hoy puedes ser más eterno por hacer bromas que por haber jugado en Boca. O a grandes actrices como Erika Buenfil que abrazaron la comedia para hacer que de algo sirviera ser primera actriz. De los otros dos se dirá que morimos amargados por no ser simpáticos. Seremos minoría hasta en la tumba.
Cuando llegue el momento, a esa sociedad de los comediantes muertos se le catalogará como la que en medio de las más grandes oportunidades, optó por la banalización de conceptos y por la risa fácil. Se dirá para defenderla, que o era eso o atender el discurso de odio que también proliferaba en redes y que también construía comunidades. En ambos casos, concluirán las nuevas generaciones, aquello habrá sido una pérdida de tiempo. Un derroche perpetrado por una generación que nunca encontró lo que había entre las risas y las lágrimas.
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