Las audiencias que destruyeron a los medios
Toca el turno de que se hagan responsables. De que asuman las consecuencias de lo que han hecho. Ellos que son también nosotros cuando en vez de contar historias nos dedicamos a consumirlas. Ellos que son también nosotros porque han sido la causa y nosotros el efecto. O viceversa. Tanto si la gallina fue primero que el huevo como si el huevo primero que la gallina estamos ante un grave deterioro mediático. Sin medios con credibilidad, sin usuarios con objetividad y sin dinero que sirva como aliciente para pensar en rescatar a la industria.
Esta vez va más allá de la crisis económica. De esa tarde o temprano saldremos. De la que quién sabe si salgamos es de la confianza entre quienes publicamos historias y quienes las reciben. Desde que a los medios se les puso en la horizontalidad con respecto al usuario, todos nos hablamos de tú. Y es lo mejor que podía pasar desde la demanda popular de que ya no nos hiciera bobo Jacobo. Pero en la práctica estar al mismo nivel que el lector derivó en que a las historias no se les juzgara por su veracidad, sino por cumplir o no con las convicciones, fanatismos e intereses de cada uno de los que encuentra nuestro contenido.
El problema no es que nos lean o no. No es que decidan ver un video u otro. Esa elección siempre la han tenido los usuarios. Incluso en esa época negra enmarcada por la televisión abierta a la gente no se le podía forzar a ver solo un canal. El verdadero problema está en que esa gente a la que no le gusta en vez de evitar el consumo de un contenido lo descalifica con sus opiniones y con sus votos sobre la calidad de una publicación. Y sesga a los demás. Hunde reputaciones. Sin atender el valor de la información expuesta, en automático. O estás conmigo o estás contra mí, aunque los datos vayan de por medio. Aunque la verdad les estalle en la cara en forma de largas filas para cargar combustible o de una explosión con decenas de muertos.
Hoy los medios tienen una nueva preocupación al decidir el contenido que llevarán. A los límites establecidos por su modelo editorial y a la ya natural preocupación por evitar lastimar intereses de potenciales anunciantes se suma el que la verdad, incluso amparada en el más riguroso periodismo de datos, no es suficiente para evitar que los usuarios descalifiquen un contenido, insulten al periodista que lo hace, lo acusen de recibir dinero del gobierno o de sus opositores sin que ni siquiera les conste que dicho medio maneja publicidad oficial, y hasta lo reporten como un generador de fake news. Existen las noticias falsas, pero también las noticias que la gente decide que son falsas. Sólo porque sí. Sólo porque no les gusta lo que leen, ven o escuchan.
Empieza a gestarse una censura popular. Una que dicta que se publique lo que se publique la gente ha decidido lo que es verdad y lo que no. La veracidad en las plataformas de linchamiento público en que se han convertido las redes sociales es ya un acto de fe. Tanto Donald Trump como López Obrador construyeron el muro perfecto para estar más allá de la verdad y la mentira. Todo lo que no conviene a los intereses de Trump es falso. Y sus seguidores, más allá de que no ha tenido un solo día de paz en la presidencia, son suficientes para mantener el poder. Todo lo que no conviene a López Obrador es falso. Y sus seguidores, pese a que a diario surjan acusaciones del bloqueo a la transparencia en la entrega de información y aunque en su momento apareciera René Bejarano recibiendo fajos de dinero, se mantienen no sólo como devotos de lo que sea que diga y haga, sino también como perros de guardia que muerden todo aquello que lo incomoda, sea verdad o mentira.
Lo que es de todos no es de nadie. La gratuidad aparece otra vez como uno de los puntos a resolver para que la industria sane, aunque sea un poco. Los seguidores de López Obrador, como los de cualquier otro político, activista, figura pública o profeta, tienen derecho a leer, escuchar y ver lo que quieran. Y sobre todo, a creer y pensar lo que quieran. Lo que está mal, y mucho tiene que ver el acceso gratuito al contenido, es que ya ni siquiera se respete el derecho de otros a consumir historias distintas a las que se lanzan desde el grupo en el poder. Una verdad. La mía. Y la de nadie más.
Imagina que hace unos años estuvieras leyendo un periódico y otro llegara a romperlo y a escupirte por creer lo que ahí se publicaba. Justo eso pasa a diario. La mesa compartida en que nos sentamos está llena de gente dispuesta a echarte encima el café, a insultarte y a descalificarte por no pensar como ella. Si era ridículo ver que una persona golpeaba a otra por vestir una playera de otro equipo, es todavía más ridículo que hoy las preferencias políticas habiliten el que unos agredan a otros. Los términos de las redes sociales explotan con literalidad. Entre fanáticos y seguidores se dirime qué es verdad y qué es mentira. Y entonces el periodismo, consciente o no, se somete a la voluntad del pueblo. Del bueno y del malo, que es como en México se divide a los que creen en López Obrador y a los que no, que por supuesto son los malos.
Es un buen momento para pagar por contenido. No sólo por uno mejor, que sería lo deseable, sino al menos para encontrar las historias apegadas al modelo editorial que decidamos en un entorno libre de fuego. Los de izquierda merecen vivir en esa burbuja a la que ellos mismos han decidido meterse. Los de centro y derecha merecen lo mismo. Espacios donde puedan crear su propia visión de México, el mundo y la vida sin que estén sujetos a la amenaza de esa barra brava que escupe acusaciones en automático. A cada quien, aún en esa sala reservada por la que se tendrá que pagar ya que el acceso libre derivó en barbarie, corresponderá saber si lo que ve, lee o escucha es una verdad o una mentira.
Al periodista hay que seguirle exigiendo que contraste, que valide, que investigue, que haga trabajo de campo. Que haga lo que siempre ha debido hacer. A los lectores que cuando menos se tomen el tiempo de leer, que respeten el derecho de otros a discernir y que valoren que los datos comprobados tienen más fundamento que las creencias. Quizás si la ciencia tuviera más peso que la religión no hubiéramos llegado a este punto. Pero ya que llegamos a él, creemos espacios libres de pensamiento, aunque tengamos que pagar por ellos.
Nota del autor de este texto:
No sé si lo notaron, pero he sustituido mi cara, con alto grado de guapura, por mi nueva marca personal. Lo hago atendiendo mi propósito de 2019, que es posicionar ya no sólo los medios que hago, sino intensificar los contenidos, historias y conceptos que realizo a título personal. Sólo porque sí, porque me gusta, porque quiero. Si quieren saber más de eso, síganme en Instagram, será la plataforma primordial en esta primera etapa. Puedo fracasar o no, pero lo intentaré. Ahí los espero.