Las huellas del temblor
El amor no tendría por qué explicarse. Pero esta vez es necesario. Lo digo porque al ser humano se le ha ocurrido que es una especie superior al resto. Que salvarse a sí mismo es una prioridad y salvar al resto es un derroche. . Y así, en ese afán que escapa de la supervivencia para adentrarse en el gusto, la superioridad y el lujo, especies enteras se han extinguido bajo la autoría intelectual y material del hombre, que no sólo no protege al resto, sino que también asesina.
Un terremoto cimbra mucho más que estructuras físicas. Exige con furia una reacción del hombre para convivir con su entorno. Demanda unión, solidaridad y apoyo entre semejantes que en la vida diaria se desconocerían. Y exalta la necesidad de sentir. De recordar que la vida se va en un instante. Que con su vida puede hacer lo que le plazca, pero que en su muerte manda la naturaleza.
Cuando la tierra ruge, el hombre recuerda lo insignificante de su existencia. Se queda a merced de un tercero. De un Dios para algunos. De la naturaleza, para otros. Y hasta de la suerte para los más simplistas. Un sismo que deriva en muertos y escombros es un baño de humildad sobre el egocentrismo de los seres humanos. La reacción furiosa de un planeta bulleado por la mano y el ingenio del hombre. Una invitación directa a recordar las limitaciones de nuestra especie y la autoridad absoluta del mundo que habitamos.
Pero el hombre se niega a entender. Es un terco sin remedio. Se extinguirá pensando que la tierra le pertenece. Porque aún después de sobrevivir entre polvo, vidrios rotos y olor a gas, sigue pensando que su vida vale más que la de cualquier otro. Que el mundo le pertenece y que a los demás seres vivos no les corresponde más que un rol insignificante en la escala de prioridades. Por el hombre y para el hombre, aunque lo demás se vaya al carajo.
Mientras pensaba que iba a morir en el piso 12 de un edificio en la Colonia Roma, alcancé a ver a un french poodle intentando correr por su vida. Minutos antes él estaba dormido junto a su dueña. Sé que su concepción de la muerte es más vaga que la que yo tengo. Asumo que no dimensionaba lo que ocurría. Que mientras yo veía pasar mi vida en slow motion con el cerebro corriendo a máxima, él se movía de forma instintiva. Para mí era un temblor; para él, una interrogante. Pero también sé que él sufría como yo. Que corría despavorido por no entender lo que pasaba. Que a su modo se preguntaba por qué un segundo antes estaba junto a la persona que amaba y uno después el suelo se movía con tal fuerza que ni sus cuatro patas lo ayudaban a mantenerse en pie. También sé que si ese edificio se hubiera derrumbado, él habría sufrido como yo. Posiblemente habría muerto, como yo. O se hubiera sentido asfixiado con el mundo que le habría caído encima, como yo. Hay veces que el mundo no se mide por cómo lo piensas, sino por cómo lo sientes. Y tanto el french poodle como yo lo sentimos rugir.
El amor no tendría que explicarse. Pero esta vez es necesario. Porque incluso después de ver edificios convertidos en escombros y de haber tenido que dar acuse de recibido a su insignificancia, el hombre se aferra a un status de supremacía que lo ridiculiza, que desnuda su absurdo. Ahí, en ese resultado del temblor igual a polvo, cenizas, lozas, cadáveres y seres con vida, el hombre vuelve a su programación habitual caracterizada por el delirio de grandeza. Su vida sobre la de los demás. El hombre por encima del perro, de la tortuga, del gato o de cualquiera que respire. Las certezas no importan. Para él, vale más buscar una vida incierta que atender a mascotas que bajo sus códigos confirman que están vivas. Salvarlas es un desperdicio que los rescatistas no deberían permitirse.
Y es aquí donde empieza la explicación. Donde digo que la vida de un perro no sustituye a la de un humano. Pero que no por eso tendría que ser olvidada. Que salvar a una mascota viva cuando no se sabe si hay un humano que aún lo está en esos mismos escombros no es un derroche, sino una muestra de respeto al mundo que nos ha sido prestado. Y que si bien un perro, un gato o una tortuga representan un genérico para casi todos, habrá una persona, una pareja o una familia para la que ese perro sea un específico con nombre. Las tragedias se superan con dosis graduales de normalidad. Y si el hombre no lo quiere hacer por las mascotas, entonces que lo haga por otros hombres que han decidido amar a su perro, a su gato o a su tortuga. Por esos hombres que sin su mascota sufrirán aún más para recuperar la normalidad perdida. El amor no es una ciencia exacta. Desconoce estereotipos y paradigmas. Se ama a una mujer, a un hombre, a un perro, a un gato o a un Dios. De formas tan distintas que no corresponde a otros juzgar, sino respetar. Es el derecho universal de amar.
El amor no tendría por qué explicarse. Pero esta vez es necesario. Yo no soy dueño de Frida, Titán, Evil o Eco. Logan no ha salvado más que a la pelota que se le escapa debajo del refrigerador. A Nala ni siquiera las pelotas le importan. Sus prioridades son las de perros comunes. Jugar, comer, pasear y dormir. Son unos perros cualquiera. Como los que ves en el parque o como los que se comen los muebles de tu casa. Pero a su modo me rescatan a diario. Porque son los únicos que me esperan cuando llego por la noche. Los que se asoman desde la ventana cuando me voy. Los que me acompañan en madrugadas llenas de problemas. Los que me recuerdan que hay formas tan simples de alcanzar la alegría como ir corriendo una y otra vez por una pelota. Los que me rescatan de la rutina. Son mi familia más cercana. Y por eso los quiero. No como hijos, no como hermanos, no como algún tipo de sustituto al afecto humano, simplemente como perros. Porque, lo he dicho, el amor no es una ciencia exacta. Y cada quién decide qué y cómo amar a los que lo rodean.
La ayuda no acepta condiciones. Los escombros implican la destrucción de la normalidad. Cuando gente presenciando rescates o siendo parte de ellos critica el esfuerzo por salvar a una mascota, se está robando el derecho de alguien a recuperar una parte de su vida. Cuando salí de esa tambaleante pesadilla de doce pisos en la Colonia Roma, pensé en el bienestar de todos aquellos que me importaban. En mi tía y mis primos, en mis amigos, en mis compañeros de trabajo, y también en mis perros. Porque ellos no compiten por el afecto o el valor de los humanos, lo complementan.
Mantengo que la verdadera prueba para el hombre vendrá cuando la tragedia se vuelva anécdota. Si el ser humano desea evolucionar, entonces deberá entender su rol como una vía para que el mundo sea mejor para él y para las otras razas que lo habitan. La vida por ahora se ha quedado en ruinas. Para el hombre, para sus muertos, para sus vivos, y también para los perros a los que su mundo, con su dueño que es su familia, también se vino abajo. Que la reconstrucción respete la más elemental libertad de amar.
Nota del autor:
Lo escribí en días distintos. Para no quedarme sin publicar, hice un texto en homenaje a los perros rescatistas. Concluí que los mejores amigos también son héroes y que a las instrucciones hemos sumado un nuevo comando. Siéntate, párate, sálvame.
Contador: 22 de 22: dije que ya no escribiría del temblor, pero los sentimientos me lo demandaron. Mañana haré el Muffin. De a poco la cabeza da para otros temas, aunque de pronto siga moviéndose para recordarme que nunca olvidaré el 19 de septiembre de 2017.