Los ídolos que no conocen al pueblo
Hay algo de cinismo detrás de las imágenes. De falta de empatía. De un desconocimiento de la realidad de muchos a partir de la distorsión de la propia. Es culpa del marketing más que de ellos. Del negocio más que de su narcisismo. Son ídolos de millones resguardados en sus mansiones. Son la muestra viviente del capitalismo.
Dice Ezequiel Fernández Moores que el futbolista del pueblo desconoce al pueblo. Que le lanza recomendaciones desde su privilegiada realidad. Invita a dominar rollos de papel desde un jardín que nadie más tiene. Invita a ejercitarse como si no hubiera nada más que hacer. Son los mejores futbolistas del mundo demostrando y disfrutando todo lo que han ganado por su trabajo. Pero son también los mejores futbolistas del mundo queriendo ser empáticos sin estar en condiciones de serlo. Su realidad no es la nuestra. Ni la de prácticamente nadie, salvo la de unos cuantos como ellos y la de unas cuantas celebridades. Son el escalón más alto de la pirámide alimenticia del capitalismo. Los más idolatrados son también los más distantes de quienes los aman.
No hace falta estar en la calle para que se noten las diferencias. El mundo de los ricos, los pobres y los comunes también se puede sentir a través del streaming y de los posteos en redes sociales. Están los de jardines gigantes con alberca, los que tienen un jardín más moderado o cuando menos terraza, los que con su sala hacen maravillas y los que de plano no tienen ni buenos ángulos ni smartphones para postear lo que les ha quedado de vida tras el encierro.
Se agradece el gesto del futbolista. Insultan, en cambio, las diferencias sociales. Aún en la versión más básica de nuestra humanidad, sin la parafernalia del turismo, los coches, el espectáculo y el entretenimiento, los lujos de unos contrastan hasta la ofensa frente a las carencias de otros. Y entonces se hace fácil confundir las buenas intenciones con falta de tacto. Los gestos magnánimos con el envío de mensajes que se verían mejor sobre un fondo blanco que en medio de una casa en la que, al menos desde la carencia, cualquiera firmaría su estancia permanente.
El futbolista del pueblo tendría que ser más humilde. No en sus compras, no en sus gustos, no en sus lujos. Sí en su forma de mostrarlos. En el modo en que exhibe ante otros eso que convierte su realidad en una muy distinta a la de los que los alaban desde la tribuna. El choque es innecesario. Más propiciado por el ego y el exhibicionismo que por el legítimo deseo de compartir con sus seguidores.
Era más fácil adorarlos cuando no se les veía más que en la cancha. Cuando si acaso acudían a la entrega de algún premio o evento social. Pero ahora que se les ve de fiesta tras una derrota que a nosotros nos llevó a la depresión se siente cuando menos como una falta de tacto y en su máxima expresión como un insulto a nuestros sentimientos, atención y dinero. Ahora, cuando nos piden quedarnos de casa a unos pasos de su alberca y a unos metros de su Ferrari, se siente como falta de empatía, como si su encierro fuera una burla porque mientras ellos el hotel lo tienen en casa, nosotros vivimos el encierro entre trastes y espacios limitados.
No se trata de mentir. Tampoco de simular humildad. Se trata de ser empáticos. De comprender que el verdadero apoyo no se tiene que presumir. Que si quieren donar diez pesos, un millón o cien millones de dólares, lo pueden hacer sin tener que salir a redes sociales para promover lo que hacen. Las aportaciones deben ser una causa del corazón, no una estrategia de marketing. Los mensajes pueden darse, pero importan la forma y el fondo. Los futbolistas olvidan que en el mundo materialista en que vivimos son muchos los que preferirían un encierro como el de ellos que una normalidad como la del resto.
A los ídolos del futbol se les necesita en la cancha. Ahí pueden hacernos sentir afortunados. Ahí pueden abrazar al mundo enviando el mejor de los mensajes. Pero afuera, en medio de tanto que falta, tendría que haber modestia de aquellos a los que tanto les sobra. No es que no lo merezcan. No es que no deban tenerlo. Es que la forma importa tanto como el fondo. Como ellos, deseamos que todo vuelva a la normalidad. Cuando eso ocurra, podremos abrazarlos desde la tribuna como si vivieran nuestro mundo, como si fuéramos del mismo equipo. Por ahora la discreción puede ser la mejor jugada. La que el mundo tanto necesita.