Los periodistas también tenemos la culpa
Urge dejar de compadecernos. De afirmar que Google y Facebook son los responsables de nuestra ansiedad o desempleo. De pensar que los inversionistas nos mintieron cuando dijeron que veían un futuro que nunca llegó. De pedirle a la audiencia que nos pague por hacer lo que nos gusta. Porque sí. Porque los necesitamos para que nuestras historias salgan a la luz. Porque darnos un peso es invertir en el buen contenido, entendido esto, bajo el egocentrismo en el que hemos caído, como todo aquello que nosotros, las pobres víctimas del duopolio y los insensatos hombres de negocios, podemos hacer.
Nos estamos equivocando en el mensaje. Con el éxito del New York Times en la cabeza vamos por la vida pregonando a nuestros lectores que son ellos los que deben salvarnos de las garras del maldito capitalismo que nos mató. Les pedimos que se hagan cargo del modelo de negocios que no funcionó. Que su dinero sustituya al de aquellos que nos fallaron. Creamos un chantaje emocional. Si las marcas no supieron valorar nuestro esfuerzo, háganlo ustedes, en quienes confiamos para promover el verdadero cambio en la industria de los medios de comunicación.
Ahora sí le hablamos con afecto a nuestra audiencia. Le juramos compromiso eterno. Pero hace no mucho decíamos que los lectores solo querían chismes, nota roja y amarillismo. Que ya no querían leer. Que había que darles lo que pidieran. Nos regocijamos en los números que provocaban los memes. Estafábamos a cuanto potencial lector se cruzara por nuestros perfiles sociales para lograr que nos diera una visita, aunque fuera fugaz, aunque fuera perecedera y aunque para él fuera decepcionante. Lo vendimos por centavos y ahora le pedimos que nos salve.
De ese tamaño ha sido nuestra soberbia. Los culpables son siempre otros. Las marcas, los lectores, los inversionistas, las grandes tecnológicas, el calendario que no presenta ningún suceso atractivo agendado. Todos, menos nosotros, que nos hemos dedicado en cuerpo y alma a informar, a cubrir un evento aunque reduzca nuestras horas de sueño, a perdernos de momentos familiares con tal de estar ahí, para ustedes, repitiendo lo que todos ya han dicho, publicando imágenes de autopromoción más que de reporteo, pensando que una fotografía afuera de un estadio o plaza pública ya amerita que digamos en nuestro curriculum que hemos cubierto un evento internacional. Queridos lectores, un día eran lo de menos ahora son nuestra razón de existir.
Escribí la parte de la estafa al usuario en pasado solo porque quiero pensar que a estas alturas la mayoría está consciente de que un medio de comunicación no se puede sostener, salvo unos cuantos, solo del dinero proveniente de las marcas. Pero esa práctica sigue vigente. La hacen muchos de los que aparecen en lo más alto de Comscore, que es como esos rankings que hablan de la felicidad de un país mientras que en el día a día no se dejan de padecer asesinatos y secuestros. La de ellos es una doble estafa.
Lo digo porque ese acto de sinceridad que necesitamos no va solo hacia los que piden a los usuarios que los salven sino también hacia esos que primero engañan a los lectores y después subestiman a las marcas. Si un medio no atrae a sus usuarios que provienen de redes sociales más que a partir del engaño, entonces las marcas tendrían que seguir invirtiendo en Facebook y en Google más que en esos medios. ¿Por qué? Porque es mayor el alcance de un usuario incidental que se encuentra en esas plataformas que el de un usuario incidental que verá un banner o contenido de una marca que muy posiblemente lo timó para llegar ahí. Con sitios como esos, los presupuestos de inversión estarán mejor invertidos en las redes sociales que en publicaciones engañabobos.
Tenemos la culpa porque dependemos de los que nos quejamos. Promovemos una relación tóxica. Nos quejamos de los que nos contratan y de los que hacen posibles nuestros proyectos porque un día se cansan de invertir, nos acaban debiendo o deciden llevar el producto por otro camino. Pero seguimos ahí, dependiendo de ellos.
Nos quejamos de las marcas porque siempre quieren su logo más grande o porque convierten un branded content en un publirreportaje cualquiera y quieren pagar a precio de oferta esperando contenidos disruptivos. Pero seguimos ahí, dependiendo de ellos. Nos quejamos de los usuarios porque por su culpa tenemos que hacer memes y notas sensacionalistas en vez de contenidos que ameriten el premio Pullitzer. Pero seguimos ahí, convirtiéndonos en meme scientists y abrazando la viralidad a costa de lo que sea. Si nos quejamos de las partes con las que trabajamos, ¿no será que nosotros somos los que estamos mal?
Si tan cansados estamos de mercenarios que no se interesan más que por el dinero al invertir en medios de comunicación, encontremos la manera de hacerlo sin tener que recurrir a ellos. Si no queremos que un día conviertan a nuestro personaje en el equivalente a un jersey tapizado de anuncios (que sí que me ha pasado) entonces construyamos todo garantizando que nosotros tendremos el control sobre lo que hacemos. Si no nos parece, no tiene sentido que sigamos ahí. Cuando un juego no te gusta se necesita hacer lo necesario por cambiar las reglas, por alterar el orden de las cosas, por lograr que el tablero por fin te favorezca.
La crisis es tan grande como nuestra incapacidad para defendernos con hechos. Es posible que con más periodistas al frente y como emprendedores de medios de comunicación el ecosistema estuviera mejor, pero carecimos del carácter, de la educación financiera y hasta del impetú para hacerlo. Preferimos que alguien más nos pagara por hacerlo. Resulta cómodo, pese a las constantes quejas que emitimos, generar contenido sin ponernos a pensar en la nómina o decir que hemos creado una gran nota aunque solo trascienda en un puñado de lectores. E incluso hoy, cuando ya no quedan muchos que nos paguen ni muchos que nos crean, vamos afirmando que nosotros siempre hemos hecho nuestro trabajo y que alguien debería pagarnos por hacer exactamente lo mismo de siempre. Como si nosotros no tuviéramos que pensar en el negocio, como si una nota tuviera que ser juzgada no por sus resultados sino por el solo hecho de que la publicamos, como si en ello fuera la misión cumplida.
Con el lector en el centro y con su tarjeta de crédito en la mira, hemos de cuando menos terminar de entender qué es un buen contenido. Lo digo porque para muchos un buen contenido se limita a hacer lo que les gusta. Pongo el futbol como ejemplo. No faltan los que piensan que por escribir de la Naranja Mecánica de Cruyff alguien tendría que pagarles. Tampoco los que aseguran que es incomprensible que no haya quien pague por análisis tácticos, aunque por ellos los aficionados no le paguen ni a los mejores técnicos del mundo. Si salimos de la cancha y vamos a otras áreas, no faltan los que piensan que una serie de artículos sobre los ornitorrincos amerita que les paguen por ello. O una serie de artículos sobre la mejor comida mexicana. O un artículo bien escrito, que por el simple hecho de lerse bonito amerita, según nosotros, que la gente se encargue de salvar el negocio que nosotros en buena medida torcimos.
El buen contenido no es un capricho basado en gustos personales. El buen contenido es ese que impacta en una audiencia específica lo suficientemente grande como para convertirse en un agente de cambio o cuando menos en una fuente informativa que mueve a la comunidad a hacer conciencia, a actuar o cuando menos a emocionarse con argumentos. Un buen contenido es el que se lee bien, pero también se diseña bien, se ilustra bien, se fotografía bien y se empaqueta bien. Nuestro trabajo no es publicar notas, tomar fotografías o grabar. Esos genéricos hoy los hace cualquiera. Como muestra que varios de ellos son más populares que nosotros. Al verdadero periodista le toca hacer buen contenido con un objetivo claro en cuanto a la intención de lo que está presentando y a las mediciones que busca para poder también transformarse en un producto sustentable. Lo demás, incluyendo nuestras poses artísticas y nuestras ganas de lograr que lo que sea que hagamos tenga un beneficio económico, no es más que la reiteración del ego de quienes hemos pensado que todos están mal, menos nosotros.
Si de verdad amamos el periodismo, es un buen momento para dejar de depender de quienes le pondrán un precio a la información. Si de verdad amamos nuestros productos y no queremos que nos los quiten, dejemos de elegir la vía fácil de la nómina y seamos los que abrimos fuentes de trabajo. Si de verdad estamos hartos de hacer memes, renunciemos a esos trabajos que tanta amargura nos generan y encontremos el modo de que para otros valga la pena aquello en lo que en verdad confiamos y que en verdad nos apasiona. Si queremos que nuestro contenido sea remunerado, pensemos en la audiencia, dejemos de menospreciarla y cambiemos para siempre las reglas del juego. Si lo que se necesita son grandes historias, tiene sentido que los que manden sean los grandes storytellers y los grandes periodistas. Solo falta que nos hagamos presentes.