Mi pacto con la ansiedad
Ésta será una terapia pública. Exhibicionista, incluso. A últimas fechas, la ansiedad me derrota. Aparece de golpe. Como un delantero que encuentra un hueco en una jugada a balón parado. Sé que está ahí. Conozco su manera de mostrarse. Pero ni así la controlo. Siempre acaba saliéndose con la suya.
Los peores enemigos son los conocidos. Porque el que aparece de imprevisto encuentra consuelo en la ignorancia. Te toma desprevenido. Quizás pudiste anticiparte, pero enseguida sientes esa mano en el hombro que te dice que era difícil haberlo sabido. Y entonces encajas el revés. Transformas la humillación en aprendizaje. Te haces sabio en el fracaso. Sociedades enteras fundamentan sus discursos de superación en la supervivencia ante las adversidades. No en vencerlas, porque en realidad nunca lo hacen, sino en el engaño de pensar que aprender a lidiar con ellas es lo mismo que haberlas vencido. Y también en la amnesia voluntaria que ayuda a que un viejo mal parezca novedad, porque es más fácil encajar un golpe desde la sorpresa que desde la estupidez.
Pero de los enemigos conocidos no hay cómo desprenderte. Cada derrota te hace más débil. Si pierdes una vez, sientes incomodidad. Si pierdes dos, enojo. Tu cerebro transforma la ocasión en memoria. Un rostro, una expresión, un sentimiento, una derrota. Si pierdes tres, llega la certeza. La impotencia de no poder y la sospecha de que lo que no haces en el presente tampoco pasará en el futuro. Si te ha ganado tanto, es más probable que lo vuelva a hacer.
Así estoy yo con la ansiedad. Buscando métodos que no sean destructivos para combatirla. Diría aquí que estoy haciendo lo que tanto critico, queriendo encontrar la solución en la medicina alternativa. Si otros recurren a las hierbas y a las lecturas de café, yo acudo a las letras. Pero en mi defensa he de decir que tengo un argumento sólido, o que al menos puede sonar a eso. Siempre me han dicho que a la ansiedad se le combate haciendo. Pero ese hacer que nace de la ansiedad es a veces nocivo y, con frecuencia, políticamente incorrecto. Porque la ansiedad te convierte en una pieza de su tablero. Sí, se le combate haciendo. Pero ese hacer funciona siempre y cuando le parezca. Tú le ofreces, entras en la negociación. Le dices que harás ejercicio, te contesta que no, que a eso le falta pirotecnia. Miras a tu lado, tomas el kindle, lo abres y aún no termina de cargar cuando te responde que gracias por la oferta, pero que leer le queda chico, que quiere adrenalina. Piensas en Netflix, pero tú antes que la propia ansiedad te dices que estás perdiendo el tiempo, que algo debes hacer de tu vida. Y de pronto llega la señal. Una luz, un sonido, una vibración. Es tu teléfono notificándote que hay un mundo que corre sin ti. Que alguno de tus conocidos será padre, que alguna de las que una vez te gustó está por ser mamá o esposa, que alguno de tus enemigos ya se juntó con otro de tus enemigos, que nuevos niños rata han aparecido como cucarachas para atacar tu negocio, que tienes un nuevo match y que ese nuevo match en Tinder es justo de la gorda a la que le diste like sin querer, que el algoritmo de FB piensa que tu imagen con dos palabras tiene demasiado texto como para ser promovida, que ahora los goles con causa también son gritos con causa, que el mundo se ha vuelto tan hipócrita que si tu ansiedad te grita que salgas desnudo a la calle a correr, acabarás convertido en la razón por la que todo México se da cuenta de que la desnudez pública es el mayor atentado a las leyes de convivencia social.
Por eso digo que las letras son buena medicina. Por ahora y hasta nuevo aviso. Con ellas se puede burlar a la ansiedad. Si le dices que vas a escribir, es posible que le parezca aburrido. Que te repita que quiere emoción, que el texto es para los viejos. Pero creo que la puedo convencer argumentándole que las letras son el medio para contar las historias. Que si me emborracho en la oficina, dirán que soy un irresponsable. Que si ando por la vida drogado, dirán que estoy destruyendo mi imagen. Que si les grito a los que no entienden en bajos decibeles, dirán que soy un mal líder. Que las letras son la única vía para darle el putazo de adrenalina que necesita sin que yo acabe linchado. Que así ganamos ella y yo. Que lo que escriba no tiene censura, porque cuando lo intenten, diré que es ficción, lo que a veces será verdad y otras mentira, o medio verdad y medio mentira.
Dos veces he estado convencido de que veo más del mundo que los demás. La primera es cada que me drogo (y acá insisto en que siempre lo que escriba podrá ser verdad o mentira). La mota hace que piense mucho en segundos. Que observe caras y entienda el significado de cada expresión. Así dejé de creer en la lealtad de alguien al que consideraba incondicional. La realidad en slow motion acelera el pensamiento. Ya sé, es una contradicción. Lo malo, se lo recalco a la ansiedad, es que no puedo vivir drogado. O no debo, según la sociedad. Y la otra fue el mes que escribí diario. Los cuadritos que nunca aparecieron en mi abdomen, sí los tuvieron mis ojos. Pero por desidia dejé que se aguadaran, que volvieran a sentirse subdesarrollados con sus dos punto veinticinco grados de miopía.
Ahora la ansiedad y yo nos estrechamos la mano. Hemos llegado a un acuerdo. Yo escribiré cada que me ataque. Una o dos líneas, siete u ocho páginas. Lo que sea, pero diario y cada vez que se presente. Ella estampa su firma. Después yo. Son parecidas. Iguales, incluso. A estas alturas me pregunto si la ansiedad y yo no somos uno mismo.