Mindhunter, otra verdad a medias de Netflix
Otra vez una verdad a medias. O una mentira bien contada. Como siempre pasa con Netflix y como siempre ocurre a ojos de una sociedad que ha querido juzgar el entretenimiento a partir de la verdad. Pasó con Narcos, pasó con Atypical y ahora con Mindhunter. Una serie evaluada más por su carácter documental que por una trama bien ejecutada para los fines con que fue concebida. El ocio perfecto para los despreocupados. La tarea predilecta de los aferrados.
Si no es una estrategia de Netflix, al menos lo parece. Las búsquedas que hacen los usuarios son cada vez más predecibles. Google como repositorio de series que no aclaran hasta qué punto son verdad y hasta qué punto ficción. Leí artículos enteros sobre las imprecisiones de Narcos. También consumí textos sobre el modo correcto o incorrecto en que Atypical reflejaba la realidad de un autista. Y ahora me descubrí como parte de la masa preguntando si Mindhunter era verdad, era mentira, o una combinación que viaja a los extremos según convenga. Es mucho de lo último, pero también mucho de lo primero. La serie está basada en un libro que relata la formación de una división especial en el FBI para analizar, clasificar y comprender el comportamiento de asesinos en serie, término que acuñan a partir del conocimiento que adquieren por las características de cada uno de los criminales a los que se van enfrentando. Los agentes de carne y hueso no se llamaban Holden Ford y Bill Tench, pero sí John E. Douglas y Robert K. Ressler. En la realidad, la Dra. Ann Wolbert Burgess fue la encargada de guiar a los agentes en la sistemación de sus investigaciones, no Wendy Carr, como se le conoce en la serie. Es, en resumidas cuentas, otra serie inspirada en una historia real.
La fórmula era una apuesta segura. Dos protagonistas oscuros. Uno por compartir egocentrismo con los delincuentes a los que investiga y otro por ser incapaz de lidiar con una familia tan disfuncional que su hijo adoptado ha decidido dejar de hablar. Como péndulo entre ellos, una psicóloga que vive ocultando sus preferencias sexuales. Más preocupada por su vida profesional que por atender necesidades emocionales de difícil realización en la década de los setenta. A partir de ese triángulo estallan las interacciones con asesinos en serie, los bloqueos ideológicos de una agencia que veía a la psicología como una pérdida de tiempo y las relaciones sentimentales sin éxito, afectadas con frecuencia por simbología que de Quantico viaja a casa, como ese momento en que Ford es incapaz de sostener una relación sexual con su novia porque ésta tiene los mismos zapatos que motivaron la masturbación de uno de los criminales a los que acababa de entrevistar. El triángulo casi nunca es armónico. Entre las partes se percibe un estado de tensión sin ganador permanente. Pasan los días en una relación complicada.
Mindhunter no es una serie que satisfaga a espectadores deseosos de acción. La de Ford y Tench es una batalla más de intelecto que de persecusión. Muy de Sherlock Holmes. Incluso da la sensación de excederse cuando la pareja de agentes resuelve con demasiada facilidad un par de crímenes. La locura de los sospechosos es tan obvia que impide valorar la astucia analítica del FBI. A los casos que se les presentan les falta estructura. Una o dos entrevistas después, ya fueron resueltos. Mucho más entrañables son los encuentros con asesinos en series que movidos por los interrogatorios acaban hurgando en sus motivaciones para haber asesinado. A veces, como parte de su personalidad, dicen la verdad, pero muchas otras mienten por el placer que les genera sentirse superiores al resto. Un ajedrez que cumple con el cometido de exponer las técnicas psicológicas empleadas por la agencia para dar tanto con respuestas explícitas como con aquellas que no hace falta que se digan para poder darlas por hecho.
Mindhunter es un libro abierto. David Fincher confió a grado tal en el éxito de la serie que dejó cabos sueltos con total desenfado. Desde la duda sobre en qué momento se volverá protagonista el criminal que aparece en los primeros segundos de cada episodio hasta la interrogante sobre qué pasará con el matrimonio de Tench, que pende de un hilo a partir del fracaso de la pareja para entender a su hijo. La primera temporada no cierra la historia, es apenas el prólogo de lo que vendrá.
Ed Kemper es el Pablo Escobar de Mindhunter. Un villano al que se termina queriendo. No en la realidad, donde fue conocido como el asesino de colegialas, pero sí en la serie, en la que traba una enfermiza amistad con Ford. Su intelecto cautiva a los agentes y, sobre todo, a los espectadores. Asume sus crímenes con tranquilidad. Explica sus mecanismos de forma desapasionada. Es un personaje que la audiencia quiere ver en la segunda temporada. El take away es haber descubierto que es posible adorar a un asesino en serie.
Fincher siempre lo supo. Habrá segunda temporada. Ahí se pondrá a prueba la capacidad para alargar una serie que se construye a fuego lento, como las investigaciones de la unidad especial del FBI. En algún momento, el armado de ese manual para atender a los asesinos en serie tendrá que ser puesto a prueba. Con villanos que estén sueltos, con cadáveres encontrados, con rituales que provoquen náuseas hasta a los espectadores y con Ford y Tench jugando a ser el Sherlock Holmes y el Dr. Watson de Netflix. Una verdad a medias. O una mentira bien contada. Da lo mismo. Netflix ha vuelto a apuntarse un éxito con Mindhunter.
Nota del autor:
Ver Mindhunter me ha hecho recordar mi afición por los libros de John Verdon. Para algunos será palomero, demasiado comercial; para mí, es un autor que sabe trasladarte a la mente de criminales a partir de las andanzas de David Gourney. Les recomiendo que lo lean.
Contador: 47 de 47: escribo, leo y dibujo diario. A mi vida no le falta mucho más. La realización es más sencilla de lo que parece.