Narcos se liberó (y me liberó)
El Cartel de Cali me quitó la culpa. O más bien los directores de Narcos. Porque confieso que en su momento sentí un pinchazo de vergüenza al visitar Colombia pretendiendo hablar de Pablo Escobar. Lo que me pasó seguro lo han vivido muchos extranjeros. Escobar es nuestro referente colombiano de moda, incluso por encima de Botero y García Márquez. Pero a ellos, que lloraron a sus muertos, que escucharon las explosiones o que, en el mejor de los casos, siguieron las noticias de primera mano, la curiosidad por Escobar les parece cuando menos un desatino; cuando más, una ofensa. Si al mexicano le indigna que el ídolo exportado a Latinoamérica sea el Chavo del Ocho, al colombiano le repugna la devoción extranjera por un asesino.
Para remediar la imprudencia, uno baja la voz y la mirada. Apaga cualquier dejo de excitación detrás del recuerdo de Escobar. Sustituye el tono del turista por el del amigo solidario. Pero en el fondo, porque ni siquiera quienes tan de cerca hemos vivido el narcotráfico tenemos desarrollado el tacto necesario, el deseo se mantiene. Miente quien diga que no quiere saber más. Miente quien no reconozca que al menos por un momento le pasa por la cabeza contratar un tour para conocer anécdotas, casa y rutas del hombre que se robó el pasado de Colombia y la cabeza de extranjeros ansiosos por definir hasta qué grado la leyenda fue cierta y hasta qué punto la maquinaría mediática la hizo crecer.
Ninguna serie como la de Narcos genera tantos problemas existenciales. Que Caracol hiciera una serie de Escobar se entendía. Pero que Netflix internacionalizara su historia significó la apología del narco. Y entonces se produjo el choque de opiniones. A veces fundamentado en valores y creencias. Muchas otras basado simplemente en el mame y contramame. Así como hablar de Narcos detona conversaciones entre amigos, también deriva en la reprobación de quienes piensan que no ver muertos, persecuciones, corrupción, lavado de dinero y mutilaciones hace un bien a nuestro mundo. O cuando menos al suyo.
Yo soy de los que sintió algo de remordimiento. De los que bajó la mirada y moduló la voz. Pero nunca dudé que vería la tercera temporada de Narcos. Aunque no estuviera Escobar y aunque una vez más mis actos o mis vicios no embonaran con la lista de lo socialmente responsable. Como Frank Underwood, yo elijo con cuánta culpa puedo vivir.
La tercera temporada de Narcos me liberó. Si la critica medular a las dos primeras era el engrandecimiento de la idolatría por Escobar, aquí nunca llega el punto en que los capos del Cartel de Cali sean los buenos a ojos del espectador. A diferencia de Pablo, que podía despertar simpatía con la gente por sus gestos de humanidad con su familia y la población de Medellín, por lo extravagante de sus aspiraciones políticas y hasta por su gusto por el futbol, los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela son retratados como los villanos que arruinan la búsqueda de paz de Colombia, que ensucian su sistema de gobierno y entorpecen la tranquilidad del agente Peña, transformado ahora sí en un promotor de la justicia capaz de desafiar a cualquier institución con tal de conseguirlo.
A Peña, por más que su presencia en la persecución contra el cartel sea una de las grandes imprecisiones con respecto a la historia real, se le adjudica el protagonismo que no tuvo cuando compartía créditos con el agente Murphy. Su personaje es una constante contradicción. Y ahí radica su éxito. Porque revienta el estereotipo del héroe hollywoodense y se manifiesta como un hombre de claroscuros. Tan deseoso de hacer respetar su concepto de justicia que llega a ignorar la que dictan las leyes. Tan dedicado a su trabajo que su vida social es inexistente. Antes, el agente Murphy era el gringo bueno que controlaba los impulsos de Peña. Ahora es el propio Peña el que decide qué tanto es capaz de aliarse con el mal para garantizar que los villanos en turno acaben tras las rejas. Es, en resumen, un héroe de carne y hueso que atrapa el corazón del público. Se desea siempre su victoria, nunca la del Cartel de Cali.
Jorge Salcedo es el mejor aliado para posicionar a Peña en el rol protagónico. Nunca antes un topo había acabado tan bien parado. El viaje del personaje acaba convirtiéndose en uno de los principales elementos para querer llegar hasta el final de la serie. La posibilidad de que traicione al Cartel se expresa con sutileza al principio. Después se hace evidente. Y sí, es un tipo que se ha encargado de garantizar la seguridad de los capos, pero es también, en otro más de los claroscuros que nos ofrecen los protagonistas, un padre de familia que quiere cambiar de vida para garantizar el futuro de sus hijas. El involucramiento emocional del espectador con la historia de Salcedo provoca que su supervivencia se transforme en una prioridad tan grande que llega a diluirse el nervio por la captura de Miguel Rodríguez para concentrarse en comprobar si lograra salir con vida una vez que se convierte en informante de la DEA.
Los Rodríguez Orejuela son el cerebro y la fuerza. Representan dos maneras de jugar por el poder. Gilberto, un asesino que hasta el último día se cree hombre de negocios. Un ajedrecista que prefiere jugar por horas antes que dar un paso en falso. Y Miguel, sanguinario y violento. El tipo perfecto para arruinarlo todo y para subir los decibeles de una serie que hasta antes de su breve dominio como jefe del Cartel se mantiene en la guerra estratégica más que en los balazos. Es despreciable, misógino y prepotente. Un villano en toda regla.
El Cartel de Cali me liberó. Pero no sólo a mí, también a Narcos. Cuando parecía que la serie estaba condenada a vivir y morir según la presencia de Pablo Escobar, directores y guionistas hicieron los ajustes necesarios para transformar el concepto de buenos y malos. De la cuarta temporada se sabe poco. Se supone que no estará más el agente Peña. Se da el guiño inequívoco de que acabada la guerra en Colombia vendrá México. Se introdujo a un extraordinario, y reconozco potencial nuevo generador de culpas, Amado Carrilo Fuentes. Y se espera que siga el Chapo. Son especulaciones. Pero de Narcos no vuelvo a dudar. Si pudo sin Escobar, podrá sin Peña, aunque sí que lo voy a extrañar. Por ahora, perdieron los malos y yo duermo con la conciencia tranquila.
Nota del autor:
Escribir trae redención. Los maratones de Netflix acarrean malos pensamientos sobre la productividad en nuestras vidas. El Netflix&Chill es uno de los grandes vicios del siglo. Pero cuando uno escribe, nada suena a derroche. Quizás se me fueron diez horas de mi vida viendo la tercera temporada de Narcos, pero esas diez horas de observación terminaron en un texto que me hizo reflexionar, analizar y transmitir lo que se ha quedado en mi cabeza. Que si eso vale mucho o poco, no lo sé. Lo que sí sé es que las letras ayudan a quitarse las culpas.
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