No importa la obra, importan las manos que la hacen
Los adolescentes son los nuevos bebés. Si antes los adultos tenían hijos para pasarse la vida contemplando cualquier ocurrencia voluntaria e involuntaria de un recién nacido, ahora a esos mismos adultos les ha dado por maravillarse ante cualquiera que sea la actividad o mensaje de pubertos de los que dado que no esperan nada acaban maravillándose frente a cualquier cosa. Si un adolescente baila, joder, qué creativo que es. Si un adolescente canta, carajo, lo que hará diez años más tarde. Si habla de política, aunque sea más movido por la necesidad de viralidad que por la ideología, seguro que es el referente que necesitamos para salvar a la humanidad. Si tengo un hijo, quiero que sea como él o como ella. Como Greta. O ya, si no se puede, como Jerónimo, la copia latinoamericana que con haber sido la primera imitación (o inspiración) notable de Greta tuvo suficiente para pasar de Tik Tok a los medios y para representar la conciencia colectiva de una generación. Tres Tik Toks después, la nueva versión de los tres Doritos después, es ya el símbolo intelectual de la Generación Z latinoamericana, al menos para los medios.
A los mayores de treinta se les ha convencido de que su obsolescencia es tal que más vale que se pasen la vida contemplando el futuro que florece que pensar en una existencia que ya para los treinta empieza a marchitarse. Resignados a que lo que brilla es la juventud de los teens y lo que apesta son las arrugas en cualquiera que sea su manifestación, viralizan al astuto teenager que hace una búsqueda en Google, absorbe el contenido y lo convierte en una pieza de contenido para que el resto, sobre todo los mayores que están esperando que haga una gracia, lo adulen.
Contra Jerónimo no tengo nada. Y si lo tuviera no lo diría, porque entonces sería objeto de linchamiento frente a una sociedad que condena para siempre a un joven futbolista que en su estupidez adolescente postea la broma equivocada y que, en cambio, le erige un monumento al puberto que ha descubierto que Google también sirve para encontrar conocimiento y que ponerse serio en la época del desmadre es una de las mejores estrategias de marketing para que los adultos lo contemplen como la salvación mundial o cuando menos como el hijo que nunca tuvieron.
Lo de Jerónimo es astucia pura. Si en verdad le interesan la política y los movimientos sociales, ha encontrado una forma de convertir la información que consume en conocimiento y en contenido que gusta a las personas y a los medios. Si lo hace solo por llamar la atención, enhorabuena, lo ha conseguido. El problema no es si Jerónimo se hace viral o no, sino la enfermiza obsesión social y mediática de discriminar la información y el contenido según la fuente que lo genera. Ya no se analiza el mensaje, sino el origen. La sustancia vale según los puntos que se puedan palomear bajo los parámetros de lo políticamente correcto. Es el sube y baja de la bolsa de valores de los contenidos patentado por la sociedad de cristal. Cuando más se habla de aceptar todos los colores, todas las razas, todas las edades y todas las preferencias, más se discrimina.
Es Jerónimo como puede ser cualquiera. Mientras más se extiende la expectativa de vida más se acorta el espacio en que se valora lo que una persona hace. Antes los medios se esmeraban en identificar a los treintones que movían al mundo. Ahora si a los veintidós no has hecho el nuevo Facebook o no has amasado cuando menos cientos de miles de followers, estás condenado a la mediocridad. A esa edad, que era la del descubrimiento adulto, se vive bajo la urgencia de ser lo que las redes sociales nos dicen que debemos ser. Y entonces se construye una sociedad que antes de permitir a los individuos decidir lo que quieren ser les indica que o son influencers, o son emprendedores, o su vida es y será una mierda.
Son los dos extremos de la precocidad. El adulto joven de treinta que es tratado como viejo tanto en el menú de las aplicaciones al elegir tu edad como por los medios y las personas que han convertido el medio andar de la vida en un pasaje gris, que vive bajo la añoranza de lo que pudo ser y no fue y de la obsolescencia que no hará más que crecer conforme pase el tiempo. Del otro lado, los adolescentes y veinteañeros que o se las ingenian para llamar la atención, sea convencidos de lo que hacen o por mera reiteración de lo que funciona, o empezarán a publicar ansiosos porque un contenido cambie la miserable historia que les ha tocado vivir.
Publicar contenido en la actualidad no es, en muchos casos, un acto que se disfrute. Es más bien un grito desesperado por llamar la atención. Por cambiar la gris existencia que llevamos de acuerdo a los escasos seguidores que nos siguen. Por encontrar ese modo de subirnos al elevador en vez de ir subiendo escalón por escalón hacia un destino con altas probabilidades de no ser el que queremos. Se trata de estar. De estar porque sí. Y de tener fe en que un día haremos el contenido que nos lleve a ser trascendentes, lo que, claro, es más fácil si estás en los teens que si pasas de treinta, dado que a tu edad y hacia delante tus palabras, tus éxitos y tus reflexiones valdrán menos porque el brillo de lo que haces será inversamente proporcional a la edad que tienes.
Las revistas, aunque cada vez se lean menos y sean adquiridas en su mayoría por personas de treinta años o más, se esmeran en hablar de la nueva generación de emprendedores. Esos que a los veinte hacen negocios que hoy parecen revolucionarios. O esos que a los dieciocho ya se hicieron virales y relevantes por lo que sea. Importa más el artista que la obra. Importan más las circunstancias que el hecho. Importa más la apariencia de las manos que el cerebro. Si lo hace un joven, aunque su conocimiento sobre el tema sea solo producto de algunas lecturas, el contenido que presente será alentador para la raza humana. Si lo hace alguien en los treinta o cuarenta, aunque a ese conocimiento robado o que ha servido como inspiración le sume la experiencia propia, se dirá que no hay mucho que descubrir, que vale más un análisis político, si es que así se le quiere llamar, de quince segundos que un ensayo que profundice en los males que aquejan a la humanidad.
Bajo esta dinámica se podría pensar que son las próximas generaciones las que podrán hacer los cambios en los que las anteriores fracasaron. Y si bien abundan las pruebas de nuestra incompetencia, estos mismos teens y jóvenes universitarios un día padecerán las mismas presiones y ansiedades que los que hoy tienen más de treinta. Y no importará, salvo que sean la versión 2.0 de Mark Zuckerberg, lo que hayan hecho o lo que hayan dicho una vez superada esa barrera. Cuando lleguen a los veinticinco o veintiséis, porque la llegada de la vejez se sigue acelerando, tendrán que lidiar con la condena de obsolescencia que caerá sobre ellos. Y entonces se sentirán ansiosos, extraviados. Necesitados de demostrarle a las redes, a los medios y al mundo que su vida no se ha terminado cuando el juego apenas se encuentra en el minuto treinta de partido.
La aceleración del tiempo colapsa frente a la extensión de la vida. Son dos trenes a máxima velocidad que tarde o temprano impactarán uno con otro. Mientras los seres humanos cada vez viven más, la vejez comienza antes. Si de un supermercado se tratara, se diría que el mundo estará, si no es que ya lo está, repleto de productos caducos que siguen en las estanterías solo porque no hay donde más ponerlos. Y cuando esos productos caducos son humanos que sienten hasta el último suspiro que emiten, cabe pensar que viviremos en una sociedad llena de gente triste, frustrada y condenada por su incapacidad para entender que el valor de las ideas no tendría por qué estar condicionado a nuestra raza, a nuestro género, a nuestra edad o a nuestra religión. Lo anterior conviene a los que hoy tenemos más de treinta, pero también a los teens que un día dejarán esa etapa y que alcanzado ese deadline, cada vez más cercano, acabarán pidiendo que a su obra. se les juzgue por lo que es y no por cómo se ven las manos que la hicieron.
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