Que la sociedad salga del clóset
Se lo dedico a ellas. A las dos que vinieron a verme sin saberlo. A las que miré primero de reojo y después con descaro. A las que hoy tienen que mirarme. A mí y a los de mi equipo. Porque el poder las atrae como un imán. Las seduce hasta el punto de lo incorrecto. De los guiños innecesarios, de las vueltas nerviosas de cabeza. No de coquetería, no por fuerza al menos, pero sí de reconocimiento. Es el acuse de recibido al golpe de autoridad en la cancha. La aceptación de que eres más en ese momento y circunstancia. Los efectos de la victoria.
Releo lo escrito y me descubro como un mal ganador. No me sorprende. He sido siempre devoto de la adrenalina. El que reacciona con ardor en la derrota y el que provoca en la victoria. No estoy orgulloso, pero prefiero sentir que calcular. Un resultado sin emoción sirve para las matemáticas, nunca para la vida. Si no sientes, no vives. Pero al futbolista de hoy, profesional o amateur, lo han encerrado en el clóset. En plena época de liberación de las minorías, se han ido al armario la autenticidad y la sinceridad. Al jugador le prohiben celebrarle en la cara al portero, ponerse máscaras, simular con sus compañeros que liquida a un rival. Tampoco se le permite hablar, quejarse del árbitro o provocar a la afición ajena. El futbolista vive encadenado por el fair play. Encerrado en el armario de lo políticamente correcto. Pero yo prefiero seguírselo dedicando a ellas.
La de sentir no es una elección fácil. Por eso muchos prefieren calcular. El que siente alcanza el éxtasis con la victoria, pero también se hunde en la derrota. El que calcula podrá irse a dormir sin que su conciencia le recrimine por perder. Y hasta ahí suena a buen negocio, pero ese mismo que calcula nunca conocerá el goce máximo de la victoria. Yo prefiero los extremos. El dolor y la alegría en dosis elevadas, aún en lo insignificante. Como un partido cualquiera de futbol.
La sociedad le ha hecho daño al juego y a la vida. Bajo el criterio de blancos y negros, al futbol lo han convertido en un deporte reprimido. No tomar, no gritar, no empujar. La pelota y lo que causa viven encerrados en el clóset del convencionalismo social. Como todo debe entrar en la categoría de lo correcto, lo justo y lo reglamentario, las cámaras de televisión ahora deciden por los árbitros. Y entonces queda un juego sin provocaciones, sin insultos, sin alcohol y sin polémicas. De no ser porque los humanos somos tan limitados que aún con diez repeticiones de la misma jugada fallamos, el futbol sería tan aburrido como ver un torneo en vivo de matemáticas.
Para la vida nos negamos hasta los placeres menores. Malcolm Gladwell lo explica con papas a la francesa. Él, como todos los que fueron a McDonald’s antes de 1990, probó las que a su juicio eran las mejores patatas del mundo. Crujientes por fuera, suaves y llenas de sabor por dentro. Las disfrutaba, según cuenta, como pocas cosas en su vida. Pero un día de 1990, por la demanda de Phil Sokolof, magnate estadounidense que culpó a las cadenas de comida rápida de sus problemas de corazón, la receta de las papas a la francesa cambió para siempre. McDonald’s empezó a usar aceite vegetal en vez de grasa de vaca. Las papas nunca volvieron a saber igual. Sokolof encabezó una lucha por la salud de los americanos. Sus triunfos ante los gigantes del fast food se celebraron con estruendo. Pero a cambio, Malcolm Gladwell y millones de personas dejaron de probar las mejores papas a la francesa del mundo. Y otra vez el debate, lo correcto contra lo que se disfruta. Un beneficio nutricional contra el gusto momentáneo de una papas que para algunos sabían a gloria.
Yo quisiera que el futbol fuera más libre. También que Gladwell pudiera comer las papas que tanto le gustaban. Si la grasa acaba con su corazón, tendría que ser problema suyo. Privarse de sentir es dejar de vivir. Por eso hoy me ha nacido dedicárselo a ellas. A las novias de un par de jugadores del equipo rival. Una era la del portero. A él, le quité la pelota cuando quería salir jugando y le celebré en la cara. A él, porque a ella sólo la miré para que viera lo que había hecho con su novio. La otra no sé con quién salía. Es más, ni siquiera me consta que fuera novia de alguno. Eran promedio, ni guapas ni feas. Pero es que ellas en sí nunca me importaron. Si les dediqué mis goles, fue sólo porque iban con los otros. Cuando ganas catorce-cuatro deberías poder hacer lo que te venga en gana. Hasta tomarte foto en calzones como Cristiano.
Nota del autor
Mis goles sí existieron. Las novias y la dedicatoria, quizás. Llevo cinco días escribiendo y empiezo a valorar la confusión. Porque es ella la que detona en mí comparaciones como la de las papas de Gladwell y el futbol, o la relación entre el sexo y la creatividad. Si no estás confundido es que a tu cerebro no lo estás usando lo suficiente.