Sin el futbol…
Se vive mejor con futbol. Lo dice Valdano y lo confirmo yo. Pasa que la cancha es apenas el principio de lo que la pelota nos provoca. Recuerdo que estando ahí, en las tribunas, he llorado de alegría y de tristeza. Que lo he hecho sin la pena que en otras condiciones me hubiera embargado. Recuerdo también que estando ahí, en las tribunas, he sentido la devoción que nunca tuve ni por un Dios ni por la iglesia. Que ahí pertenezco a una masa que como en ninguna otra circunstancia se muestra desinteresada, indiferente ante lo que uno pueda tener y ante lo que uno pueda desear. Por los colores, por el equipo, por la pelota, por el juego. Por eso y por nada más.
Pero la verdadera fuerza del futbol no está tanto en lo que observamos como en lo que nos enseña. Tanto si fue amor a primera vista, como si no, de él extraemos lecciones que llevamos a nuestra vida. Cuando me pregunto qué hubiera sido de mí sin futbol, pienso que sin él no sólo me hubiera faltado ocio, sino también el descubrimiento del primer amor incondicional, ese que está en las buenas y en las malas, y que lejos de debilitarse ante los problemas, se acrecenta. Pienso también que sin futbol carecería de ese argumento cuatrienal para dejar que mis problemas sean los de otros. Aunque sospecho que moriré sin ver a México Campeón del Mundo, sigo depositando en la Selección mis esperanzas de sentirme el hombre más afortunado del mundo. Y es que esa Copa, aunque mis manos nunca la tocaran, sería con certeza la sensación más extraordinaria que pudiera vivir. Sin futbol sabría mucho menos de liderazgo y estilos. Sin futbol mi entendimiento del compañerismo se limitaría a esas supuestas familias laborales que se acaban en cuanto finalizan los contratos. Sin futbol sabría menos de persistencia y tenacidad. Sin futbol me sería más fácil tirarme en la cama pensando que ese problema que tengo ya no tiene solución. Sin futbol me sería más fácil darme por vencido. Me faltarían pruebas para saber que el último minuto también tiene sesenta segundos. Sin futbol sería peor persona.
El lenguaje del futbol es inclusivo como ningún otro. Sin futbol también me faltarían referencias universales para explicar mis problemas. En los peores momentos, voy perdiendo por goleada. Ante la urgencia, es el minuto ochenta y cinco y tengo que darle la vuelta al marcador. Ante los logros, We are The Champions como banda sonora. Ante el liderazgo polémico, ojalá pudiera ser más Pep que Mourinho. Ante la necesidad de motivar, ojalá tuviera la sapiencia de Bielsa. Ante la personalidad controvertida, ojalá pudiera ser menos americanista. La retórica del juego es también la de la vida. Quizás por eso tuvo que estar presente en el juego que más me duele haber perdido.
Debe saberse que al estadio Azteca lo llevo en el corazón. Me unen a él los mayores triunfos del futbol mexicano conmigo en las tribunas. La grandeza del América en su casa y con su gente. También las lágrimas de la eliminación contra Boca en la Libertadores. Las de la derrota con León en la final. O las de ese partido en que me acompañó hasta el último minuto. Aquella vez el silbatazo no se escuchó más que en mi cabeza. No hubo un árbitro, salvo quizás ese Dios que para mí no existe, que dictara el fin del juego. Esa vez el final fue más silencioso. Ocurrió en dos tiempos. Un respiro presente y un respiro ausente. De la vida a la muerte en un segundo, ese que tanto cuenta en el futbol.
Me acompañó estoico hasta el final. Estaba como ahora, con las puertas cerradas y las tribunas vacías. A él, salvo cuando los calendarios se saturan, las fiestas de Fin de Año lo afectan tanto como el Coronavirus. Observaba en silencio, como siempre, pero esta vez volteaba la mirada a otro lado. Primero a Cancerología, después al Fiesta Americana de Mundo E.
El futbol en reposo me regaló su contemplación. Lo sé porque podía verlo desde la ventana. Varias veces le devolví la mirada. Al principio como un dato curioso; después como un consuelo para recordar porque el presente dolía demasiado; al final, como una estampa que acabaría recordando por siempre. Cuando mi mamá deliraba ante la intoxicación que había padecido en el cerebro, volteaba al Azteca para que sus memorias me permitieran evadir; cuando no quedaba más que esperar el desenlace que ya había sido dictado por la ciencia, pensaba en el futbol y en sus facultades para hacer posible lo impensable; cuando al respiro presente le siguió el respiro ausente, para llorar la derrota en el juego más importante de mi vida.
Sin futbol este texto no hubiera existido. Sin futbol no podría recordar la muerte de mi madre sin enfocarme en el momento en que el doctor la catalogó como enferma terminal. Sin futbol tendría que recordar a la paciente de al lado que se murió frente a mis ojos. Sin futbol tendría que incluir ese momento en que la funeraria llegó por ella para guardarla como el cadáver en que se había convertido. Sin futbol tendría que recordar que tuvo que ser sacada del Fiesta Americana con la mayor discreción posible para no provocar miedo entre los huéspedes. Sin futbol, su muerte habría sido tan trágica y dolorosa como todas. Sin futbol mi vida sería más triste. Y, con certeza, la de millones. Que la pelota vuelva a rodar tras el Coronavirus no será la simple rehabilitación del ocio, será en cierto modo un acto benéfico para la humanidad.