Una hoja por día
Imagina que todo comienza de nuevo. Convéncete de que el éxito de ayer es ya una anécdota. O que el fracaso de ayer no fue más que una pesadilla. Que ambos están ahí, en el archivo para consulta, pero nunca como la fuerza que regirá tu nuevo día. Todo vuelve a empezar. Y también está condenado a terminar. Como una sesión de juego. Como el capítulo de un libro. O como el partido que tanto te dolió perder pero que hoy ni siquiera recuerdas porque ya has jugado muchos más. Aquí y ahora. El presente que rige sobre el pasado. El presente que no se anticipa al futuro.
La noche y el día tendrían que ayudarnos a abrazar el sistema. La luz y la oscuridad han sido siempre los elementos clásicos para representar el fin y el comienzo. Empezar, hacer y finalizar. Así cada día. Hojas sueltas que en su conjunto construyen una línea argumentativa pero que bien podrían contarse como historias que viven en solitario. Y es a esa independencia entre un día y otro a la que hemos de aferrarnos para que al final en la mayoría de páginas, o al menos en las que verdaderamente trascienden, predominen las alegrías sobre las frustraciones.
El pasado tendría que ser siempre desechable. Aunque la tendencia es olvidar lo amargo y añorar lo dulce, las dos memorias convertidas en factor protagónico del presente derivan en distractores o lastres que consumen energía, producen ansiedad e impiden el máximo aprovechamiento de la vida. Si nos fue mal, diremos que queremos olvidar ese día, pero lo más probable es que nos despertemos con la mente aún secuestrada por la insatisfacción que sentimos hasta el último segundo antes de dormir. Si nos fue bien, diremos que nunca queremos olvidar ese día, y dado que las alegrías endulzan es factible que se cumpla nuestro deseo de no olvidar, lo que en el día a día lleva a la añoranza, la melancolía, la comparación y el castigo propio por no poder igualar o superar lo que algún día tuvimos. Aquí y ahora. Porque una hoja en blanco no debería mancharse nunca con la tinta de la que ya ha sido utilizada.
Nada funciona cuando la meta es la obsesión. Para llegar a ella lo mejor es tenerla como referencia. Sí como un destino, pero sobre todo como una consecuencia de los kilómetros que se recorran en el camino. Aún sospechando el objetivo final, que no conociendo por los ajustes que se presentan sobre la marcha, debemos trazar objetivos diarios e incentivarnos por los pequeños triunfos, esos que empiezan a darse desde el momento mismo en que despertamos con una nueva oportunidad de cumplir nuestros deseos. Cuando la meta está muy lejana es fácil perder el camino, tomar la ruta equivocada, extraviarse para nunca volver. Los objetivos diarios son señales de tránsito que de uno en uno nos acercan a la meta. Así dará lo mismo pasar por diez obstáculos que por cien, porque cada uno estará asignado a un momento, lugar y contexto determinado.