¿Y si el Coronavirus nos hubiera dejado sin celular?
Se está comprobando que no será suficiente. Que la humanidad para recuperarse a sí misma no requiere que se le impongan limitantes físicas sino tecnológicas. Mientras el smartphone siga vivo, la gente dejará de ser para pretender. No es el lugar. Ha quedado claro. Porque cuando no es una historia grabando para otros el concierto por el que pagaste miles de pesos es un espacio improvisado en tu casa para que otros se enteren que haces ejercicio.
Es natural pretender que detrás del ser humano grabando el movimiento de un edificio durante un sismo emerge el periodista que todos llevamos dentro. Hablar de un deseo. instintivo por compartir lo que se está viviendo es ofrecer una lectura bondadosa de lo que somos y hacemos como seres humanos. Pero la realidad es que ahí, en nosotros, en nuestra naturaleza, está más presente el deseo de sentirnos relevantes que el del periodista ciudadano que todos podemos ser. Gana el ego más que la devoción por una carrera no ejercida. Y si somos capaces de buscar el protagonismo aún cuando la tierra amenaza con dejarnos sin techo, queda claro que lo haremos en el encierro. Sí, limitados en movimiento, pero libres para seguir con este exhibicionismo que ahora nos resulta tan natural que Big Brother ha quedado obsoleto. Nada de atractivo tiene ver la vida de una decena de personas cuando todos voluntariamente hemos habilitado cámaras y micrófonos para hacerlo, con todo y la debida edición incluida para mostrar únicamente los momentos que valen la pena. Como un reality. Justo así.
Las crisis hay que contarlas en dos tiempos. En su desarrollo y en las transformaciones que provoca en el futuro. Por ahora se ha comprobado que la sociedad no hizo más que mudar su exhibicionismo habitual a la transformación de sus casas en centros de generación de contenido. La forma cambió. La ubicación cambió. Pero el fondo se mantuvo intacto. Los likes siguen reinando. Los juicios carecen de análisis. Son condenas y punto. O estás extraordinariamente bien o estás jodidamente mal. Los blancos y negros expresados por los que unos hacen y otros dejan de hacer. El odio que cuando no va sobre las diferencias políticas va sobre el nivel de precaución que están teniendo unos y otros. La que no sale que juzga al que sale. El que sale que juzga al que se queda. Los golpes de pecho que exigen una división entre los buenos y los malos seres humanos. Así, sin matices ni tiempos de comprensión. Atacar por atacar. Un concurso de popularidad que cuando no se vale de la estupidez se vale del divide y vencerás que lo mismo domina nuestros días cuando vagamos por las calles que cuando vegetamos en casa.
No estamos volviendo a las interacciones significativas. Si acaso estamos reformulando las mismas conexiones artificiales que venimos construyendo desde que las redes sociales se convirtieron en una especie de Wall Street para los seres humanos. Para estar con quienes verdaderamente. importan nunca ha hecho falta un smartphone. Ni ahora ni antes. Ellos siempre estarán. Como tú siempre estarás para ellos. Pero ellos no contribuyen a la sensación de fama. Dado que están siempre pierden valor. Se convierten en comodines. En piezas con las que hay que estar cuando el calendario lo pide. Un cumpleaños al que no puedes fallar. Un funeral. Quizás una llamada en caso de urgencia. Pero para el resto hay que estar siempre. Para ganarse su atención. Para hacerlos reír. Para merecer un like. Para que envidien nuestra vida aunque en el fondo no estén recibiendo más que el propio engaño que tú te has encargado de montar.
Aún no salimos del Coronavirus y ya se hace necesaria una nueva pandemia. Una que no solo obligue al ser humano a refugiarse en su sitio, como lo hizo el Coronavirus, sino que le exija quedarse ahí. Consigo mismo, con los suyos, con sus compañeros de trabajo. Y nada más. Sin aplausos que ni son cálidos ni son duraderos. Sin derroches de energía para buscar aprobación. Sin ese Wall Street humano al que aceptamos someternos para que otros nos den la certeza de que algo de valor tenemos. No entendemos, incluso en el abrazo digital de la fama, que ganar ese juego implica perder. Porque nunca será suficiente. Porque si un día sumas audiencia, al siguiente querrás más. Y al siguiente ese crecimiento que un día te satisfizo será insuficiente. Un juego infinito. Un juego de estrés e insatisfacción permanente.
El Coronavirus nos llevó al límite. Pero nos hemos escabullido. El smartphone es desde hace años nuestra gran escapatoria. No importa si no hay coches, si no hay centros comerciales, si no hay escuelas ni futbol. Mientras el teléfono esté en nuestras manos seguiremos siendo los de siempre. O cuando menos los que hemos sido desde que nos dieron esa poderosa arma de evasión masiva. Habrá que esperar a que una crisis por fin nos deje desnudos. Sin artilugios tecnológicos y con toda nuestra humanidad al descubierto.